Noches de Baile en el Infierno. "El Ramillete" Lauren Myracle. I Capitulo✿

¡Atención, lectores! El siguiente cuento se basa en La pata de mono, escrito por W. W. Jacobs y publicado por primera vez en 1902, relato que, en mi adolescencia, me puso los pelos de punta. ¡Tened cuidado con lo que se os ocurra desear!
Lauren Myracle



El viento azotaba la casa de Madame Zanzíbar y hacía que un caño suelto golpease los tablones. Pese a que sólo fuesen las cuatro de la tarde, el cielo estaba oscuro. En la sala de espera, decorada con escaso gusto, había tres lámparas irradiando una luz brillante, todas ellas envueltas en sendos pañuelos de fantasía. Los tonos verde rubí baña¬ban el redondo rostro de Yun Sun mientras que los reflejos azules y púrpuras le daban a la cara de Will el aspecto jaspeado de alguien recién fallecido.
—Cualquiera diría que te acabas de levantar de la tumba —observé.
—Frankie —me dijo Yun Sun con tono de regañina. Inclinó la cabeza en la dirección de la oficina de Madame Z, cuya puerta estaba cerrada. Supongo que temió que nos oyera y se ofendiese. Del pomo colgaba un mono de plástico rojo que servía para indicar que Madame Z se en¬contraba atendiendo a un cliente. Nosotros éramos los siguientes.
Will puso los ojos en blanco.
—Soy un ladrón de cuerpos —gimió. Extendió los brazos hacia nosotros—. Dadme vuestros corazones y vuestros hígados.
—¡Oh, no! El ladrón de cuerpos ha tomado posesión de nuestro querido Will —me aferré al brazo de Yun Sun—. Rápido, dale tú lo que pide; ¡así a mí me dejará en paz!
Yun Sun sacudió el brazo.
—No me hace gracia —dijo con un tono de voz cantarín y a la vez amenazador—. Y si os seguís metiendo con¬migo, acabaré por marcharme.
—Vamos, no seas idiota —respondí.
—Pues mírame bien, porque mis muslos y yo nos largamos de aquí.
Debido al ajustadísimo vestido de noche que llevaba, que enseñaba un poquito demasiado, Yun Sun estaba ob¬sesionada con que tenía las piernas rechonchas. Pero al menos no le faltaba el vestido de noche. Ni tampoco la oportunidad para llevarlo.
—¡Bah! —exclamé.
Sus malos humos estaban amenazando la buena marcha de nuestros planes, los cuales, por cierto, constituían la única razón para hallarnos en aquel lugar. La noche del baile de fin de curso estaba cada vez más cerca, y yo, desde luego, no iba a ser la típica muermo que se quedaba en casa mientras las demás chicas se rebozaban en purpurina y salían a bailar subidas a unos espectaculares y aparatosos taconazos de más de siete centímetros de altura.
De ninguna manera porque, además, muy en el fondo, sabía que Will quería pedirme que fuese su pareja. Para que lo hiciese sólo le hacía falta un empujoncito.
Bajé la voz y le dediqué una sonrisa a Will con la que quise decirle algo como «Bla, bla, bla... Cosas de chicas. ¡Nada importante!».
—Haber venido hasta aquí fue idea de las dos, Yun Sun. ¿Recuerdas?
—No, Frankie. La idea fue tuya —respondió ella. Y, por añadidura, en voz alta—. Yo ya tengo con quién ir, aunque se me vaya a asfixiar entre los muslos, el pobrecillo. Tú eres la única que necesita un milagro de última hora.
—¡Yun Sun! —miré a Will, que se había puesto colorado. Pero qué mala, Yun Sun. Mira que soltarlo así, de buenas a primeras. ¡Yun Sun era perversa!
—¡Ay! —gritó. Le acababan de dar un porrazo, yo.
—Estoy bastante cabreada contigo —le informé.
—Basta de andarse por las ramas. Tú lo que quieres es que él te pida que vayáis juntos al baile, ¿o no...? ¡Ay!
—Oye, calma —intervino Will. Estaba haciendo eso que hacía cuando se ponía de los nervios, lo de bajar y su¬bir la nuez, qué adorable. Aunque, claro, también qué perturbador. Me hacía pensar en cosas que, por el momento, quedaban un paso más allá de lo probable.
En cualquier caso, Will estaba en posesión de una nuez y, cuando la movía arriba y abajo, me parecía delicioso. Le daba aspecto de vulnerabilidad.
—Me ha pegado —se quejó Yun Sun.
—Se lo merecía —contraataqué. Sin embargo, prefería no seguir con el tema, que, a aquellas alturas, se había vuelto demasiado indiscreto. Así que le di una pal¬mada en la pierna y añadí—: Pero te perdono. Ahora, cállate.
Lo que Yun Sun no acababa de entender —o, mejor dicho, lo que entendía perfectamente pero se negaba a lle¬var a la práctica— era que no todas las cosas deben decirse en voz alta. Sí, yo quería que Will viniera conmigo al baile, y deseaba que no tardase demasiado en pedírmelo, porque sólo quedaban dos semanas para «La primavera es del amor».
Y sí, el nombre que le habían puesto a la fiesta era estúpido, pero no por ello menos cierto. La primavera, indiscutiblemente, era del amor. Tampoco era menos cierto que Will era mi príncipe azul, siempre, claro, que dejase atrás aquella persistente timidez suya y, de una vez por todas, se atreviera a dar el paso. ¡Ya valía de tanta palmada amistosa en el hombro, tanta risita y tanta guerra de cos¬quillas! ¡Bastaba de toqueteos y grititos aprovechando el visionado de copias para alquiler de Los ladrones de cuerpos o Bajaron de las colinas! ¿Cómo no se daba cuenta de que, si me quería, allí me tenía?
El fin de semana anterior, había faltado muy poco para que me hiciera la pregunta; estaba segura al noventa y cinco por ciento. Habíamos estado viendo Pretty Woman, un empalague de tomo y lomo que, aun así, no deja de ser entretenido. Yun Sun se había ido a la cocina en busca de comida. Estábamos solos.
«Oye, Frankie —había dicho Will. Golpeteaba el suelo con los pies y se retorcía las manos en el interior de los bol¬sillos—. ¿Te importa si te hago una pregunta?»
Cualquier memo sabría de qué iba el asunto, y si lo único que quería era que subiese el volumen, pues con ha¬ber dicho «Eh, Franks, sube el volumen» habría sido suficiente. Natural. Directo al grano. Sin necesidad de comentarios introductorios. Sin embargo, dado que los comentarios introductorios estaban allí... pues ¿qué otra cosa querría preguntarme que no fuese «¿Vienes al baile conmigo?» El gozo eterno estaba al alcance de la mano, a sólo unos segundos.
Pero entonces metí la pata. Su evidente nerviosismo hizo que yo también perdiera los papeles, y en lugar de de¬jar que las cosas siguieran su curso, resolví cambiar de tema por puro y simple capricho. Qué idiota.
—Fíjate, ¡eso sí que es de libro! —exclamé, señalando el televisor.
Richard Gere iba galopando en su caballo blanco, que en realidad era una limusina, hacia el castillo de Julia Roberts, que en realidad era un edificio de ladrillo bastante cochambroso. Bajo nuestra atenta mirada, Richard Gere salió por el techo solar del coche y remontó la escalera de incendios, todo ello para ganarse el favor de su amada.
—Nada de ñoñerías del tipo «Es que creo que me gustas» —recalqué. Estaba cometiendo un error grave, y lo sabía—. Ahí tienes una verdadera prueba de amor, y lo demás son cuentos.
Will tragó saliva.
—Ah —se limitó a decir. Y se quedó embobado con Richard Gere, pensando, estoy segura, que jamás podría estar a su altura.
Mientras, sabedora de que acababa de sabotearme a mí misma, de que había echado a perder una fiesta de fin de curso feliz, seguí con la vista fija en la tele. A mí no me importaban las «verdaderas pruebas de amor»; a mí lo que me importaba era Will. Pero, sin embargo, había sido tan lista como para espantarlo. Aquello demostraba, sin ningún gé¬nero de dudas, que si él era un poca cosa, yo lo era aún más.
Qué se le iba a hacer. Todo ello explicaba que nos en¬contrásemos en la casa de Madame Zanzibar. Ella nos diría qué nos deparaba el futuro y, siempre que no estuviese ciega, nos indicaría lo que cualquier observador imparcial: que Will y yo estábamos hechos el uno para el otro. Oírlo con todas las letras le valdría a Will para juntar fuerzas y hacer un se¬gundo intento. Me pediría que fuese con él al baile y, en esta ocasión, yo le diría que sí, aunque me fuese la vida en ello.
El mono de plástico colgado del pomo de la puerta co¬menzó a agitarse.
—Mirad, se mueve —susurré.
—Vaya —exclamó Will.
Salió de la oficina un hombre negro de cabellos pla¬teados. No tenía dientes, de modo que el labio inferior se le arrugaba como una pasa.
—Niños —dijo, tocándose el borde del sombrero.
Will se levantó y le abrió la puerta principal. Así era él. La ráfaga de viento que se coló por el vano estuvo a punto de tirar al anciano, y Will lo ayudó a tenerse en pie.
—¡Guau! —soltó Will.
—Gracias, hijo —dijo el anciano. Lo de los dientes también se notaba en que farfullaba un poco—. Acuérdate de salir pitando antes de que se desate la tormenta.
—Creí que eso ya había ocurrido —repuso Will. Más allá de la entrada, las ramas de los árboles crujían y se re¬volvían.
—¿Cómo? ¿Te refieres a este vientecito de nada? —se mofó el anciano—. Pero si esto no es más que un bebé que todavía no ha empezado a crecer. Empeorará bastante antes de que acabe la noche. Acuérdate de lo que te digo —nos lanzó una mirada a todos—. De hecho, niños, ¿no deberíais estar en casa, a salvo y calentitos?
No había por qué ofenderse si una persona mayor y desdentada nos llamaba «niños». Claro que aquélla era la segunda vez en veinte segundos.
—Estamos a punto de acabar el instituto —le expli¬qué—. Sabemos cuidar de nosotros mismos.
La risotada que profirió me recordó el sonido que pro¬ducen las hojas secas.
—Está bien —concedió—. Seguro que no te equi¬vocas.
Dio un paso inseguro para trasponer la puerta. Tras agitar la mano sin mucho entusiasmo, Will la cerró.
—Pobre loco —dijo una voz, detrás de nosotros.
Nos dimos la vuelta y vimos a Madame Zanzibar aguar¬dando junto a la puerta de la oficina. Vestía unos panta¬lones de chándal de Juicy Couture y una chaqueta a juego de color rosa fucsia, que llevaba abierta hasta la clavícula.
Tenía los pechos redondos y firmes, y, puesto que no pa¬recía llevar sujetador, sorprendentemente respingones. Se había pintado los labios de color naranja claro, el mismo que el de la laca de uñas y el del filtro del cigarrillo que sostenía entre dos dedos.
—Y bien. ¿Vamos a pasar o nos vamos a quedarnos fuera? —inquirió, mirándonos a todos—. ¿Desvelamos los mis¬terios de la vida o los dejamos para mejor ocasión.
Me levanté de la silla y tiré de Yun Sun. Will vino de¬trás. Madame Z nos hizo pasar a su oficina y, tras hacer¬nos una señal para que nos sentáramos, los tres nos apre¬tujamos en un sillón que acusaba un exceso de relleno. Will advirtió que la cosa no marchaba y se acomodó en el suelo. Yo me contoneé un poco para que Yun Sun me dejara más espacio.
—¿Ves? Son como chorizos —dijo, en referencia a sus muslos.
—Aparta —le ordené.
—Bueno, bueno —dijo Madame Z sentándose tras la mesa, no sin antes pasarnos revista. Le dio una chupada al cigarrillo—. ¿En qué puedo ayudaros?
Me mordí el labio. ¿Cómo decirlo?
—Tú eres vidente, ¿no?
Madame Z exhaló una bocanada de humo.
—Bravo, Sherlock. ¿Te dio pistas el anuncio de las páginas amarillas?
Me subieron los colores, y también se me pusieron los pelos de punta. Mi pregunta iba con intención de romper el hielo. ¿Tenía ella algún problema con lo de romper el hielo? En todo caso, si de verdad era vidente, ¿no debería saber qué me llevaba a estar en su oficina?
—Ah... vale. En fin. El caso es que me estaba pregun¬tando...
—¿Sí? Dispara.
Hice un esfuerzo.
—Bueno... pues me estaba preguntando si cierta per¬sona especial va a hacerme cierta pregunta especial —evité, a propósito, mirar a Will, pero si oí su exclamación de sor¬presa. No lo había visto venir.
Madame Z ge presionó la frente con dos dedos y puso los ojos en blanco.
—¡Ejem! —dijo—. Mmm... Mmm... Está todo bas¬tante confuso. Sí, pero aquí hay pasión —Yun Sun soltó una risita, y Will tragó saliva—. Sin embargo, también capto... ¿Cómo diría? Algunos factores que complican la situación.
«Bravo, Sherlock —pensé—. ¿Qué tal si te esfuerzas un poco y me das algo más trabajado, eh?»
—Pero esa pasión va a hacer que él... o sea, que la per¬sona... ¿actúe? —pese al nudo en el estómago, le estaba echando mucha cara.
—Actuar o no actuar... ¿es ésa la cuestión? —preguntó Madame Z.
—Sí, ésa es la cuestión.
—Ya veo. Esa es siempre la cuestión. Y lo que nos te¬nemos que preguntar a nosotros mismos es... —no conti¬nuó la frase. Detuvo la mirada en Will y palideció...
—¿Qué? —inquirí.
—Nada —respondió ella.
—No. Algo —repuse. Su numerito de entrar en con¬tacto con los espíritus no me estaba impresionando. ¿Creía que nos íbamos a tragar que algo la había poseído de re¬pente? ¿Que su visión llegaba al más allá? Y qué más. ¡Lo único que debía hacer era contestar a la maldita pregunta!
Madame Z hizo como que se estaba recomponiendo y, con mano temblorosa, le dio una larga calada al piti¬llo.
—Si se cae un árbol en el bosque y no hay nadie allí para oírlo, ¿hace ruido?
—¿Cómo?
—Eso es todo. O lo tomas o lo dejas —parecía in¬quieta, así que decidí tomarlo. Pese a ello, aprovechando que Madame Z no miraba, le hice una mueca a Yun Sun.
Will afirmó no tener ninguna pregunta concreta que plantear, pero, por algún motivo, Madame Z insistió en obtener un mensaje para él. Paseó las manos sobre el aura de Will y le instó severamente a evitar las alturas, lo que, puesto que a Will le encantaba escalar, resultaba ser de lo más apropiado. No obstante, lo curioso fue la reacción de Will. Primero, alzó las cejas y, acto seguido, pareció sentir algo muy distinto, como una especie de placer secreto por anticipado. Me miró y se sonrojó.
—¿Qué pasa aquí? —pregunté—. Tienes cara de guar¬darte un as en la manga.
—Pero qué dices —contestó él.
—¿Qué nos ocultas, Will Goodman?
—Nada, ¡lo juro!
—¡No seas tonto, chico! —le espetó Madame Z—. Haz caso de lo que te digo.
—Bueno, no tienes que preocuparte por él —le reco¬mendé—. Es la prudencia en persona —miré a Will—. En serio, ¿es que has descubierto un sitio para escalar dis-tinto y fantástico? ¿Tienes un mosquetón nuevecito?
—Es el turno de Yun Sun —afirmó Will—. Venga, Yun Sun.
—¿Sabes leer la mano? —le preguntó Yun Sun a Ma¬dame Z.
Madame Z suspiró. Sin fijarse mucho en lo que estaba haciendo, palpó la palma de la mano de Yun Sun.
—Serás tan bella como te permitas ser —juzgó. Punto y final. Allí acababan sus perlas de sabiduría.
Yun Sun quedó tan anonadada como yo. Me dispuse a protestar en el nombre de todos los presentes. Porque, ¡por favor!, ¿un árbol en el bosque? ¿Ten cuidado con las alturas? ¿Serás tan bella como te permitas ser? Aun a pesar de su puesta en escena, hasta cierto punto sobrecogedora, tenía claro que nos la estaba jugando a los tres. Sobre todo a mí.
Pero antes de que tuviese oportunidad de abrir la boca, el teléfono móvil que estaba sobre la mesa comenzó a so¬nar. Madame Z lo cogió y pulsó el botón de descolgar con una de aquellas uñas de color naranja.
—Madame Zanzibar, a su servicio —dijo. A medida que escuchaba la voz que le hablaba desde el otro lado de la línea, su expresión empezó a cambiar. Se volvió brusca e irritable—. No, Silas, no. Se llama... Sí, muy bien, candidiasis. Candidiasis.
Yun Sun y yo intercambiamos una mirada de espanto, pero lo cierto es que yo había empezado a divertirme. No tanto por la candidiasis que, por lo visto, afectaba a Madame Z. Aunque, por otra parte, menuda guarrada. Sino por el hecho de que estuviese hablando de ello con el tal Silas delante de nosotros. Estábamos comenzando a obte¬ner algo sustancial a cambio de nuestro dinero.
—Dile al farmacéutico que ya es la segunda vez este mes —protestó Madame Z—. Necesito algo más fuerte. ¿Cómo? Para el picor, ¡imbécil! ¡O que venga a rascarme él! —se revolvió en la silla y colocó una de aquellas pier¬nas embutidas en el chándal Juicy Couture sobre la otra.
Will me miró con ojos alarmados.
—Yo no pienso rascarle nada —susurró—. ¡Me niego!
Me reí. Era un buen síntoma que se envalentonara de¬lante de mí. El proyecto Madame Z no marchaba según lo planeado, pero ¿cómo acabaría? Tal vez tuviese, al fin, el efecto deseado.
Madame Z me apuntó con la brasa del cigarrillo y yo bajé la mirada con aire arrepentido. Para distraerme, me concentré en la extraña y variada quincalla que se amontonaba en los estantes. Había un libro que se llamaba La magia de lo convencional y otro Qué hacer cuando los muer¬tos hablan... pero no se los quiere escuchar. Le di un golpe con la rodilla a Will y le señalé mis descubrimientos. El gesticuló como si estuviese asfixiando a un pobre desgra¬ciado, y yo tuve que contener una carcajada.
Encima de los libros vi lo siguiente: un bote de ma¬tarratas, un monóculo a la antigua, un tarro lleno de lo que parecían ser restos de uñas, una taza de Starbucks me¬llada y una pata de conejo. Y encima de todo había... Ah, qué maravilla.
—¿Es eso una calavera? —le pregunté a Will.
—Fíjate —exclamó tras emitir un silbido.
—Vale, vale —dijo Yun Sun, apartando la mirada—. Si hay una calavera de verdad, yo prefiero no saberlo. ¿Nos podemos marchar ya?
Le tomé la cabeza con ambas manos y se la orienté en la dirección apropiada.
—Mira. ¡Todavía tiene cabello!
Madame Z colgó el teléfono.
—Ineptos. No hay ni uno que se salve —concluyó. Su palidez había desaparecido. Por lo visto, conversar con Silas le había avivado el ánimo—. ¡Ah! Ya veo que habéis descubierto a Fernando.
—¿La calavera es de él? —pregunté—. ¿De Fernando?
—Dios mío —lamentó Yun Sun.
—Afloró a la superficie después de un corrimiento de tie¬rras, en el cementerio de Chapel Hill —nos contó—. Bueno, con el ataúd y todo. La madera se encontraba en bastante mal estado; debía de ser de principios del siglo veinte. Como na¬die le prestaba atención, me apiadé de él y me lo traje aquí.
—¿Abriste el ataúd? —inquirí.
—Sí —respondió, orgullosa. Me habría gustado saber si llevaba el Juicy Couture mientras se dedicaba a asaltar tumbas.
—Es desagradable. Esa cosa todavía conserva el cabe¬llo —dije.
—No es una cosa —rezongó Madame Z—. Ten un poco de respeto, por favor.
—Bueno, pero es que no sabía que los cadáveres tu¬viesen pelo.
—Pero no piel —afirmó Madame Z—. La piel se pu¬dre al principio y desprende un olor más bien insopor¬table. Lo del cabello es distinto. A veces, semanas después de que el difunto haya pasado a mejor vida, todavía sigue creciendo.
—Increíble —comentó Will.
—¿Y eso? —preguntó Yun Sun en referencia al re¬cipiente de plástico transparente que contenía una espe¬cie de órgano rojizo flotando en un líquido indetermi¬nado—. Dime que eso no pertenece a Fernando, por favor. Dímelo.
Madame Z se mofó de aquella posibilidad con un gesto desdeñoso.
—Es mi útero. Le pedí al buen doctor que me lo diese después de hacerme la histerectomía.
—¿Tu útero? —Yun Sun parecía a punto de desma¬yarse.
—No iba a permitir que lo incinerasen —protestó Ma¬dame Z—. ¡De ninguna manera!
—¿Y aquello de allá? —le señalé una especie de cosas resecas amontonadas en el estante más alto. El jueguecito del veo-veo demostraba ser más entretenido que la adivinación por medio de las manos.
Madame Z siguió la dirección que le indicaba. Abrió la boca, pero luego la cerró.
—Eso no es nada —sentenció con firmeza, aunque advertí que le costaba dejar de mirar los misteriosos ob¬jetos—. Bien. ¿Hemos terminado?
—Venga —junté las manos como si estuviera re¬zando—. Dinos qué es.
—No creo que lo queráis saber —repuso ella.
—Yo sí —dije.
—Pues yo no —terció Yun Sun.
—Sí, ella también —resolví—. Y Will también. ¿A que sí, Will?
—No puede ser peor que el útero —convino Will.
Madame Z apretó los labios.
—Por favor —le rogué.
Murmuró algo apenas inteligible sobre adolescentes estúpidos y sobre que no pensaba considerarse responsa¬ble, pasara lo que pasase. Después, se levantó y se apro¬ximó a la estantería en cuestión. En lugar de bambolearse, el pecho de aquella mujer se mantuvo firme e inamovible. Recogió el bulto y lo dejó frente a nosotros.
—Ah —recuperé el aliento—. Un ramillete —capu¬llos de rosa, parduscos y quebradizos; espigas de gisófila grisáceas, tan secas que sus fibras formaban copos que se esparcían por la mesa, y una flácida cinta roja rodeando los tallos.
—Una campesina francesa le echó un maleficio —afirmó Madame Z con un tono de voz indescifrable. Daba la im¬presión de que algo la obligaba a pronunciar las palabras sin que ella quisiese hacerlo. O al revés. A lo mejor, sí quería contarlo pero trataba de resistirse—. Quería demostrar que el amor verdadero va de la mano del destino, y que cualquiera que intente interferir se expone a un riesgo que debe asumir.
Se dispuso a devolver el ramillete a su lugar.
—¡Espera! —grité—. ¿Cómo funciona? ¿Qué es lo que hace?
—No te lo voy a contar —respondió ella, obstinada.
—¿«No te lo voy a contar»? —me burlé—. ¿Es que tie¬nes cuatro años?
—¡Frankie! —intervino Yun Sun.
—Tú eres como todas las demás, ¿no es cierto? —me dijo Madame Z—. Estás dispuesta a cualquier cosa con tal de conseguir un novio. Necesitas enamorarte hasta el tuétano, cueste lo que cueste.
Las mejillas me ardían. Pero el tema ya estaba encima de la mesa. Novios. Amor. Creí ver un rayo de esperanza.
—Haz el favor de contárselo —rogó Yun Sun—, o de lo contrario no vamos a conseguir marcharnos.
—No —insistió Madame Z.
—No te extrañe que se lo calle. Es una invención suya.
Los ojos de Madame Z relampaguearon. Yo la había provocado, y aquello no estaba bien, pero algo me dijo que, fuera lo que fuese aquel ramillete, no era ninguna in¬vención. Mi curiosidad fue en aumento.
La vidente puso el ramillete en el centro de la mesa, en donde se quedó sin que pudiera apreciársele nada es¬pecial.
—Tres personas, tres deseos cada una —informó Ma¬dame Z—. Ésa es su magia.
Yun Sun, Will y yo nos miramos los unos a los otros, y nos dio un ataque de risa. Era absurdo y al mismo tiempo perfecto: la tormenta, el vejete y, como colofón, aquel anun¬cio lanzado de un modo tan siniestro.
Sin embargo, la mirada de Madame Z provocó que cortáramos las carcajadas de inmediato. En concreto, la mirada que le dirigió a Will.
Will intentó recuperar el ambiente desenfadado.
—Bueno, ¿y por qué no la utilizas? —le preguntó con la actitud del buen chico que pretende mostrarse atento y cortés.
—Ya lo hice —contestó Madame Z. El pintalabios na¬ranja parecía una mancha.
—Y... ¿se cumplieron los tres deseos? —quise saber.
—Punto por punto —respondió ella, lacónica.
Ninguno supo qué decir a aquello.
—¿Hay alguien más que lo haya hecho? —intervino Yun Sun.
—Una señora. Desconozco la naturaleza de los dos primeros deseos que formuló, pero el último duró hasta su muerte. Así es como el ramillete llegó a mis manos.
Nos quedamos embobados, sin saber qué hacer. La si¬tuación se había tornado irreal, pero, aun así, allí estába¬mos nosotros, y no era un sueño.
—Espeluznante —juzgó Will.
—Entonces... ¿por qué te lo quedas? —pregunté—. Si ya se han cumplido tus tres deseos...
—Buena pregunta —repuso Madame Z después de quedarse unos segundos observando el ramillete. Se sacó del bolsillo un mechero color turquesa y lo encendió. Cogió el ramillete con determinación, como si se preparase para llevar a cabo una acción hacía tiempo pospuesta.
—¡No! —chillé, arrebatándole el ramillete de las ma¬nos—. Si tú no lo quieres, ¡dámelo a mí!
—Nunca. Debo quemarlo.
Cubrí los pétalos de rosa con los dedos. Su textura era semejante a la de la arrugada mejilla de mi abuelo, que yo solía acariciarle cuando iba a visitarlo al hogar de ancianos.
—Estás cometiendo un error —me avisó Madame Z. Me quitó las flores con cierta brutalidad. Percibí la misma lucha interna que me había parecido notar en ella al insistirle para que hablara del ramillete, como si habitara en éste un poder con capacidad para dominarla. Lo cual era absurdo, desde luego—. Todavía queda tiempo para cam¬biar tu destino —afirmó.
—¿Y qué destino es ése? —inquirí. Se me quebró la voz—. ¿El de que un árbol se cae en el bosque y, pobre de mí, llevo puestos tapones en los oídos?
Los ojos de Madame Z, enmarcados en unas gruesas pestañas, se clavaron en mí. La piel que los rodeaba era tan fina como el papel pinocho, y comprendí que aquella mu¬jer era mayor de lo que había creído en un principio.
—Eres una jovencita maleducada e irrespetuosa. Te hacía falta una buena zurra —se acomodó en la silla gi¬ratoria que ocupaba y tuve la impresión momentánea de que se había librado de la malsana influencia del ramillete. Podría ser, también, que fuera el ramillete el que la hubiese librado—. Quédatelo, si eso es lo que quieres. No me hago responsable de lo que pueda suceder a partir de ahora.
—¿Cómo funciona? —le pregunté.
Ella soltó un bufido.
—Por favor —le rogué. No era mi intención ponerme pesada. Pero el asunto tenía muchísima importancia—. Si no me lo cuentas, seguro que me sale mal. Yo qué sé... Se¬guro que destruyo el mundo.
—Frankie... déjalo ya —susurró Will.
Sacudí la cabeza. Era superior a mis fuerzas.
Madame Z chasqueó la lengua con actitud desdeñosa. Bueno, y a mí qué.
—Sostenlo en la mano derecha y pronuncia tu deseo —explicó—. Sin embargo, te lo digo una vez más: te vas a arrepentir.
—No es necesario que me asustes —dije—. No soy tan estúpida como crees.
—No, lo eres aún más —convino ella.
Will decidió intervenir para reconducir la conversa¬ción. Le molestaban las desavenencias.
—Así que... ¿no volverías a utilizarlo si tuvieras la opor¬tunidad?
Madame Z alzó las cejas.
—¿Tengo aspecto de necesitar que se me cumplan más deseos?
Yun Sun profirió un sonoro suspiro.
—Ya, pues a mí sí que me vendría bien. ¿Por qué no pides que me sean concedidos los muslos de Lindsay Lohan?
Me encantan mis amigos. Son fantásticos. Levanté el ramillete, y Madame Z, con un grito ahogado, me aferró la muñeca.
—¡Por tu bien, niña! —gritó—. ¡Si vas a pedir un de¬seo, al menos que sea razonable!
—Estoy de acuerdo, Frankie —afirmó Will—. Piensa en la pobre Lindsay... ¿Quieres que pierda los muslos?
—Todavía le quedarían las pantorrillas —repuse.
—¿Y con qué las sostendría? ¿Y qué productor de cine contrataría a una actriz de la que sólo se puede filmar el torso?
Me dio la risa, y Will pareció quedarse satisfecho con¬sigo mismo.
—Sois de lo que no hay —juzgó Yun Sun.
La respiración de Madame Z se había vuelto agitada. Tal vez fuera cierto que no se sentía responsable de mis ac¬tos, pero el susto que se había llevado al verme alzar el ramillete no era fingido.
Deposité el ramillete en mi bolso teniendo cuidado de no dañarlo. Y, tras sacar la cartera, le pagué a Madame Z el doble de lo acordado. No me molesté en dar explicacio¬nes. Sencillamente, le puse los billetes en la mano. Ella los contó y, con hastío y labios color naranja incluidos, se per¬mitió darme unos consejos.
Por su actitud deduje que se daba por vencida... pero insistió en que tuviese mucho cuidado.

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