Noches de Baile en el Infierno. "La Hija de la Exterminadora" Meg Cabot. I Capitulo✿

Mary

El corazón me late al ritmo de la música. Noto el bajo en el pecho: pum, pum. A causa de la neblina producida por la nieve carbónica y los haces de luz intermitente que caen desde el techo de la discoteca, es difícil distinguir algo en la estancia, plagada de cuerpos que se contorsionan.

Sin embargo, sé que él está aquí. Lo percibo.
Por eso agradezco esta confusión de cuerpos a mi alrededor. Me mantienen fuera del alcance de sus ojos... y de sus sentidos. De otro modo, ya habría olfateado mi presen¬cia. Detectan el olor del miedo a varios metros de distancia.

Pero no estoy asustada. Qué va.
Bueno. A lo mejor, un poco.
En todo caso, llevo conmigo mi ballesta Excalibur Vixen 86 m/s con una flecha Easton XX75 de cincuenta centímetros de longitud (reemplacé la punta original, de oro, por otra de fresno tallada a mano). Ya la he amartillado, y sólo me hace falta ejercer una leve presión con el dedo para disparar.

Nunca sabrá qué lo alcanzó.

Y con suerte, tampoco ella.

Lo importante es conseguir un ángulo de tiro despejado —lo cual va a ser difícil en medio de esta muchedumbre— y no desperdiciar la flecha. Es muy probable que tenga una sola oportunidad. O doy en el blanco... o me convierto en diana.

«Apunta siempre al pecho —me decía mi madre—. Es la parte más voluminosa del cuerpo, la zona a la que es más sencillo dirigir el tiro. Desde luego, si eliges el pecho en lugar de un muslo o un brazo, lo más probable es que la herida resulte mortal... De poco te va a valer herir a tu enemigo. Lo único que cuenta es acabar con él.»

A eso he venido aquí esta noche. A acabar con él.

Es evidente que Lila va a odiarme si descubre lo que va a ocurrir... si se entera de que voy a ser yo quien lo haga.

¿Pero qué otra cosa podría esperarse? No es posible que crea que me voy a quedar sentada sin hacer nada mientras observo cómo arruina su vida.

«He conocido a un chico —me anunció hoy, entusiasmada, mientras, a la hora de comer, aguardábamos en la fila del mostrador de las ensaladas—. Dios, Mary, no te imaginas lo guapo que es. Se llama Sebastian. Tiene los ojos más azules que hayas visto en tu vida.»

Lo que la mayor parte de la gente no advierte en Lila es que, bajo ese aspecto —por decirlo con claridad— de atolondramiento, late el corazón de una amiga de verdad. A diferencia del resto de chicas de Saint Eligius, Lila jamás me ha puesto una mala cara por el hecho de que mi padre no sea un director general o un cirujano plástico.
Vale, vale. Es cierto que, cuando habla, no hago caso de las tres cuartas partes de lo que dice, pues, en general, su conversación toca temas que no me interesan, como cuánto le costó un bolso de Prada que compró en Saks aprovechando la liquidación de fin de temporada o qué tatuaje piensa hacerse en el nacimiento de la espalda la próxima vez que vaya a Cancún.

Sin embargo, aquello me llamó la atención.

—Lila —le dije—, ¿y qué pasa con Ted?
Es que, desde que al fin Ted logró reunir el valor necesario para invitarla a salir, él es lo único en lo que Lila ha pensado a lo largo de este año. Bueno, él y las rebajas de Prada o los tatuajes en la espalda.
—Eso se ha acabado —contestó Lila mientras comenzaba a servirse lechuga—. Esta noche voy a salir con Sebastian; me lleva al Swig. Dice que nos van a dejar entrar: está en la lista vip.

No fue precisamente que ese tipo, quien fuera, dijese estar en la lista vip de la discoteca más exclusiva y moderna del centro de Manhattan lo que provocó que se me erizaran los cabellos de la nuca.

A ver si me explico: Lila es muy guapa. Si a alguien le pasa que se le presenta un desconocido que resulta pertenecer a la lista vip más codiciada de la ciudad, ese alguien es Lila.
Lo que me alucinó fue, en realidad, lo de Ted. Y es que Lila adora a Ted. Son la pareja perfecta del instituto. Ella es hermosísima, él es un as de los deportes... Lo suyo es la quintaesencia del amor adolescente.

Fue por ese motivo por lo que no me cuadró lo que me estaba diciendo.
—Lila, ¿cómo puedes decir que entre Ted y tú ya no hay nada? —inquirí—. Estáis juntos desde siempre —o, al menos, desde que yo llegué a Saint Eligius, en septiem-bre, momento en el que Lila fue la primera (y, hasta la fecha, podría decirse casi que la única) de la clase en dirigirme la palabra—, y el baile de fin de curso es este fin de semana.
—Lo sé —respondió Lila, con un suspiro feliz—. Voy con Sebastian.
—Seb...
Me di cuenta en ese momento. Quiero decir, me di cuenta de todo.
—Lila —le dije—, mírame.

Ella bajó los ojos... porque no soy muy alta. Pero, como decía mi madre, también soy rápida, y lo vi todo de repente. Vi lo que tenía que haber visto desde el principio: ese brillo levemente vidrioso en los ojos, la expresión adormecida, la boca lacia, síntomas que, con los años, he aprendido a identificar.
No podía creerlo. El había llegado hasta mi mejor amiga. Hasta mi única amiga.
En fin. ¿Qué se supone que debía hacer? ¿Sentarme y permitir que se la llevase?
Esta vez no.

Imagino que pensarás que ver a una chica con una ballesta en la pista de baile de la discoteca más famosa de Manhattan no es algo que vaya a pasar desapercibido. Pero, claro, al fin y al cabo se trata de Manhattan. Además, esta gente se lo está pasando muy bien y no tiene tiempo de fijarse en mí. Incluso...
Dios. Es él. Por increíble que me parezca, lo estoy viendo en carne y hueso...
A su hijo, más bien.

Es más guapo de lo que me había imaginado. Cabellos dorados, ojos azules, armoniosos labios de estrella de cine y una espalda de un kilómetro de ancho. Es alto, también; aunque, en fin, si los comparo conmigo, todos los chicos me parecen altos.
De todos modos, si es como su padre, entonces creo que lo he conseguido. Que por fin lo he conseguido.
Imagino. Todavía no...
Oh, no. Ha notado que lo estoy mirando. Se vuelve hacia mí...
Ahora o nunca. Estoy levantando la ballesta.
«Adiós, Sebastian Drake. Adiós para siempre.»

Pero justo en el momento en que tengo el triángulo blanco de su camiseta en la mirilla, ocurre algo inaudito: un repentino estallido de color rojo cereza se materializa en la zona a la que estaba apuntando.
Claro que todavía no he apretado el gatillo.
Y los de su raza, que yo sepa, no sangran.
—¿Qué pasa, Sebastian? —le pregunta Lila, bailando a su alrededor.
—¡Maldición! —Veo que Sebastian alza una mirada aturdida, desde la mancha escarlata de su camiseta hasta el rostro de Lila—. Alguien me ha disparado.
Es cierto. Alguien le ha disparado. Pero no he sido yo.
Y hay algo más que tampoco tiene sentido. Está sangrando.
No es posible.

Sin saber qué hacer, abrazo la Vixen y me oculto tras una columna cercana. Necesito recomponerme, planear el próximo movimiento. Lo que sucede es irreal. Es imposible que me haya equivocado respecto a él. He investigado. No me cabía duda: el hecho de que esté en Manhattan... que, de entre toda la gente, haya elegido a mi mejor amiga... la expresión aturdida en el rostro de Lila... todo.
Todo excepto lo que acaba de pasar.

Y yo estaba allí, mirando. Tenía un tiro inmejorable, y lo he desperdiciado.
Así es. Si sangra, pertenece a la raza humana. ¿O no?
Sin embargo, si es humano y acaban de dispararle, ¿por qué sigue de pie?
Dios.
Lo peor de todo es que... me ha visto. Estoy segura de haber sentido su mirada de reptil. ¿Qué hará ahora? ¿Vendrá a por mí? Si viene, la culpa será toda mía. Mamá me dijo que nunca hiciese esto. Siempre me advirtió que un cazador jamás debe salir solo. ¿Por qué no le he hecho caso? ¿En qué estaba pensando?
Claro, ése es el problema. No he usado la cabeza. He permitido que mis emociones tomaran la delantera. No podía permitir que le ocurriera a Lila lo que le ocurrió a mamá.
Y ahora voy a pagar por ello.
Igual que mamá.

Agazapada, sumida en la angustia, trato de no imaginar la reacción de papá cuando la policía de Nueva York toque el timbre de nuestra puerta a las cuatro de la mañana para pedirle que vaya a la morgue a identificar el cuerpo de su hija. Tendré la garganta abierta, y a saber cuántas atrocidades más habrá padecido mi maltrecho cuerpo. Y todo porque no me quedé en casa a redactar mi trabajo para la asignatura de la señora Gregory, Historia de Estados Unidos de América (tema: la campaña contra el alcohol durante el clima prebélico previo a la guerra de Secesión, dos mil palabras, a doble espacio, para el lunes), como debería.
La música cambia de estilo. Oigo a Lila chillar:

—Pero ¿adonde vas?
Oh, no. Viene hacia mí.
Y además quiere que sepa que viene. Está jugando conmigo... tal y como su padre jugó con mi madre antes de que le hiciera... bueno, lo que le hizo.
Luego se produce un extraño sonido, una especie de «¡puf!», seguido por un nuevo «¡maldición!».
«¿Qué está pasando?»
—Sebastian —la voz de Lila tiene un matiz de incredulidad—. Alguien te está lanzando... ¡salsa de tomate!
¿Cómo? ¿Acaba de decir... «salsa de tomate»?
Y después, cuando me doy la vuelta para echar un vistazo a lo que Lila acaba de indicar, lo veo.
No a Sebastian. Al que le ha disparado.

Y me cuesta creer lo que ven mis ojos. ¿Qué hace él aquí?
y es que el cuerpo, como si hubiera cobrado voluntad propia, se me arquea y le ofrece una perspectiva despejada del desnudo cuello—. Mary —susurra con la boca pegada a mi piel.
Me siento inundada por tal calma, por tal serenidad —algo que no he sentido desde hace años, desde que mi madre se marchó—, que los párpados se me cierran...
De pronto, noto que algo frío y húmedo me golpea el cuello.

—¿Qué...? —exclamo, abriendo los ojos y tanteándome la zona del impacto... Al examinarme los dedos veo que están húmedos.
—Lo siento —anuncia Adam, que está a unos pocos metros con los brazos extendidos, encañonándome con su Beretta de nueve milímetros—. He fallado.
Un segundo después, una espesa nube de humo acre y abrasador me golpea el rostro y me deja sin aire. Tosiendo, trastabillo para apartarme del hombre que, hace tan sólo unos momentos, me había estado sosteniendo con tanta ternura, pero que ahora se está agarrando el pecho, en llamas.
—¿Cómo...? —inquiere Sebastian Drake entre jadeos, manoteando para apagar el fuego que le sale del pecho—. ¿Qué es esto?
—Pues un poquitín de agua bendita, tío —le responde Adam mientras continúa disparándole—. No creo que te moleste. A no ser, claro, que seas un no muerto. Lo cual, por desgracia para ti, es lo que empiezo a pensar que eres.

Tardo un momento en recuperar el juicio y busco la estaca bajo la falda.
—Sebastian Drake —siseo al tiempo que el vampiro se arrodilla frente a mí, aullando de dolor y también de ira—. Esto es por mi madre.
Y, con todas mis fuerzas, le clavo la estaca de fresno tallada a mano en donde debió de haber tenido un corazón.
Si es que alguna vez lo tuvo.

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