Noches de Baile en el Infierno. "La Hija de la Exterminadora" Meg Cabot. II Capitulo✿

Adam

Todo es culpa de Ted. Él fue quien dijo que debíamos y seguirlos esta noche.
Yo le respondí: —¿Porqué?
—Porque hay algo malo en ese tío —repuso Ted.

Es imposible que Ted haya podido darse cuenta de eso. Drake apareció de la nada en el apartamento de Lila, en Park Avenue, la noche anterior. Y Ted no le conocía. ¿Cómo es posible que sepa algo de él, siquiera un poco?
Cuando se lo señalé, él contestó:
—Tío, ¿pero tú lo has visto bien?
Tengo que admitir que Ted tiene un poco de razón. Porque el tipo ese parece haber salido directamente de un catálogo de Abercrombie & Fitch o algo así. A na¬die le inspira confianza alguien tan —digamos— pefecto.

Con todo, a mí no me va eso de seguir a la gente por ahí. No mola nada. Aun en el caso de que, como dijo Ted, fuese para evitar que Lila se metiera en problemas. Ya sé que Lila es la novia de Ted... o ex novia, ahora, gracias a Drake.
Y sí, cierto, no es que ella tenga muchas luces.
Sin embargo, ¿seguirlos a ella y al tío con el que está enrollada? Eso me pareció una pérdida de tiempo aún mayor que el trabajo de dos mil palabras a doble espacio que tengo que presentarle a la señora Gregory el lunes en clase de Historia de Estados Unidos de América.
Ted tenía que marcharse y me sugirió que llevase la Beretta de nueve milímetros.

Lo curioso del caso es que, aun siendo una pistola de agua, las réplicas tan conseguidas como ésa están prohibidas en Manhattan.
Por eso, hasta el momento, nunca había tenido oportunidad de usarla mucho. Cosa que Ted sabía.
Y por ese motivo imagino que siguió insistiendo en lo graciosísimo que sería empapar al tipo. Tenía claro que yo no sería capaz de resistirme.
Lo de la salsa de tomate fue idea mía.
Vale, sí, es una ocurrencia bastante infantil.
¿Pero qué demonios iba a hacer yo un viernes por la noche? Mejor eso que el trabajo de Historia.
En fin, le dije a Ted que me sumaba a su plan. Siem¬pre que fuese yo el que se encargase de disparar. Ted aceptó sin dudarlo.

—Es que tengo que enterarme, tío —dijo, meneando la cabeza.
—Enterarte ¿de qué?
—De qué es lo que tiene el tal Sebastian —respondió— que yo no tenga.

Bien es cierto que se lo pude haber dicho. Quiero decir, es bastante evidente qué es lo que tiene Drake que Ted no tenga. Ted está de buen ver y todo eso, pero no es carne de Abercrombie & Fitch.
Aun así, no dije nada. Ted estaba muy afectado con el asunto, y yo, más o menos, comprendía el motivo. Porque Lila es una de esas tías, ¿entiendes? Una de ésas con gran¬des ojos castaños y grandes... bueno, me refiero también a otras partes.
Mejor cambiar de tema por consideración a mi hermana, Verónica, quien dice que tengo que dejar de considerar a las mujeres un mero objeto sexual y empezar a ver en ellas a las futuras compañeras que arrimarán el hombro en la inevitable lucha por la supervivencia que habrá de producirse en el Estados Unidos postapocalíptico (tema al que Verónica ha consagrado su tesis, dado que presiente que el apocalipsis acaecerá en algún momento de la próxima década, debido al fanatismo religioso y los desastres medioambientales que asolan el país, circunstancias estas que estuvieron presentes en la caída de Roma y en la desaparición de otras civilizaciones).

Así es como Ted y yo acabamos en el Swig —por fortuna, el tío de Ted, Vinnie, es proveedor de licores de ese local, y gracias a él pudimos entrar, y no sólo eso, sino que, además, no nos obligaron a pasar por el detector de metales— disparándole salsa de tomate a Sebastian Drake con mi réplica de la Beretta de nueve milímetros. Sé que yo tenía que estar en casa concentrado en el trabajo que debía presentarle a la señora Gregory, pero ¿no es verdad que siempre viene bien divertirse un poco?
Sí que fue divertido ver aquellas manchas rojas esparciéndose por el pecho de Drake. Ted se rió por primera vez desde que Lila le había mandado aquel mensaje de texto durante la comida en el que le decía que tendría que ir al baile solo, porque ella iría con Drake.

Todo iba a pedir de boca... hasta que vi a Drake mirando una columna situada a un costado de la pista de baile. Allí pasaba algo raro. Teniendo en cuenta la dirección de la que procedía el ataque de salsa de tomate, tendría que habernos mirado a nosotros, sentados en nuestro reservado vip (gracias, tío Vinnie).
Entonces advertí que había alguien ocultándose detrás. Detrás de la columna, quiero decir.
Y no se trataba de cualquier persona, sino de Mary, esa chica nueva de la clase de Historia de Estados Unidos, la que no habla con nadie excepto con Lila.
Tiene en las manos una ballesta.
Una ballesta, nada menos.
¿Y cómo diablos ha logrado pasar la ballesta por el detector de metales? Es imposible que conozca al tío Vinnie.
En fin, tampoco importa. Lo único que importa es que Drake está observando la columna, tras la cual Mary se agacha como si creyese que la puede ver a través del cemento. Hay algo en el modo en que la está mirando que me hace... Bueno, todo lo que sé es que quiero que deje de mirarla así.

—Imbécil —murmuro. Sobre todo por Drake. Pero también por mí, un poco. Luego apunto y vuelvo a disparar.
—¡Paf! —exclama Ted alegremente—. ¿Has visto eso? ¡Justo en el culo!

Eso resulta suficiente para que Drake se fije en nosotros. Se vuelve... y, de repente, me entero de lo que son unos ojos verdaderamente relampagueantes. O sea, como en los libros de Stephen King, ¿vale? Jamás había visto nada parecido.
Pero eso es lo que hay en la cara de Drake, que no aparta la mirada de nosotros. Sus ojos relampaguean, ni más ni menos.
«Vamos —pienso, como si me estuviera dirigiendo a Drake—, venga. Ven aquí, Drake. ¿Quieres pelea? Te vas a encontrar con algo más que salsa de tomate, tío.»
No es muy cierto, la verdad, pero qué más da. Drake no se acerca.
En lugar de ello, desaparece.
No quiero decir que se da media vuelta y que sale de la discoteca.
Quiero decir que el tipo está ahí y que, de pronto... en fin, deja de estar. Por un segundo, la niebla de la nieve carbónica parece intensificarse y, cuando se aclara, ya no hay nadie bailando junto a Lila.

—Toma —digo, poniendo la Beretta en la mano de Ted.
—¿Pero qué...? —Ted escudriña la pista de baile—. ¿Dónde está?
Pero yo ya me he puesto en marcha
—Llévate a Lila —le grito—, y espérame en la entrada.

Ted masculla una bonita serie de improperios al oírme, pero nadie le presta atención. La música está demasiado alta, y aquí la gente está pasándoselo pero que muy bien. Es decir, si nadie se ha enterado de que le estábamos disparando salsa de tomate a un tío ni de que, por lo demás, el tío en cuestión se ha evaporado como si tal cosa, difícilmente van a fijarse en las palabrotas de Ted.
Llego a la columna y bajo la vista.

Allí está ella, jadeando como si acabara de correr un maratón o algo así. Se abraza a la ballesta como si ésta fuese un amuleto. No tiene rastro de color en las mejillas.
—Eh —le digo con tranquilidad. No quiero espantarla.
Pese a lo cual se espanta. Al oír mi voz, se pone en pie de un salto y me clava unos ojos muy abiertos y asustados.
—Oye, cálmate —le digo—. Se ha marchado, ¿vale?
—¿Se ha marchado? —me mira con esos ojos verdes, tan verdes como el césped de Central Park en mayo. El te¬rror que hay en ellos es evidente—. ¿Cómo? ¿Qué?
—Que ha desaparecido —anuncio con un gesto de incredulidad—. He visto cómo te miraba. Y le he disparado.
—¿Que has hecho qué?

Veo que el miedo en su expresión se esfuma con la misma rapidez que el propio Drake. Pero, a diferencia de éste, hay algo que lo reemplaza: la ira. Mary está muy cabreada.
—Dios mío, Adam —dice—. ¿Es que estás loco? ¿Tienes la más mínima idea de quién es ese tío?
—Sí —le contesto. La verdad es que Mary se pone muy guapa cuando se cabrea. Es increíble que no me haya dado cuenta hasta ahora. Por otro lado, es la primera vez que la veo cabreada. Y no me extraña, porque no hay mucho en la clase de la señora Gregory que pueda provocar algún tipo de emoción—. El nuevo ligue de Lila. Es un fantoche. ¿Le has visto los pantalones?

Mary se limita a sacudir la cabeza.
—¿Qué estás haciendo aquí? —me pregunta, un tanto pasmada.
—Por lo visto, lo mismo que tú —respondo, echándole un vistazo a la ballesta—. Sólo que tú tienes más po¬tencia de tiro. ¿De dónde la has sacado? Creía que ese tipo de arma estaba prohibida en Manhattan.
—Pues mira quién fue a hablar —replica ella, en referencia a la Beretta.
Levanto las manos como si me estuviera rindiendo.
—Oye, que sólo era salsa de tomate. Pero lo que veo en el extremo de esa flecha no es precisamente una ven¬tosa. Con eso puedes hacer mucha pupa...
—Esa es la idea —dice Mary.
Y hay tanto rencor en su voz —mamá sigue animán¬donos a Verónica y a mí a usar un lenguaje menos directo para expresarnos— que lo capto enseguida. Como si lo es-tuviera viendo.

Drake es su ex.
Tengo que admitir que, ahora que me he dado cuenta, me siento un poco raro. O sea, porque me gusta Mary. Es bastante lista —nunca falla cuando la señora Gregory le hace preguntas en clase—, y la verdad es que el hecho de que esté siempre con la tonta de Lila prueba que no es una pasota. La mayor parte de las chicas de Saint Eligius procuran ignorar a Lila, sobre todo desde que circuló por el Instituto aquella foto hecha con un teléfono móvil en la que podía observarse lo que Ted y ella habían estado ha¬ciendo en el baño en cierta fiesta.
En mi opinión, nada malo.

Sin embargo, estoy un poco decepcionado. Habría dicho que alguien como Mary tendría mejor gusto y no saldría con una persona como Sebastian Drake.
Lo cual viene a demostrar que lo que Verónica dice sobre mí es cierto: lo que me falta por saber de mujeres podría llenar East River.

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