Siguiendo el ritual de la noche de los viernes, fuimos a mi casa a tomar una pizza. Un ritual que, por cierto, solía repetirse los sábados y los domingos. Mis padres estaban en Botsuana, adonde habían ido a pasar un semestre sa¬bático, y eso implicaba que «Casa Frankie» era nuestra sala de fiestas particular. Claro que tampoco hacíamos fiestas. La casa, alejada de la ciudad, situada junto a un descuidado camino de tierra y sin vecinos alrededor que pudieran que¬jarse, se prestaba a ello. Pero preferíamos estar los tres so¬los o, a lo sumo, aceptar la presencia ocasional de Jeremy, el novio de Yun Sun. Aun así, Jeremy consideraba que Will y yo éramos raros. No le gustaba la pifia en la pizza y no compartía nuestros gustos cinematográficos.
La lluvia se estrellaba con fuerza contra el techo de la furgoneta de Will, ocupado con las serpenteantes curvas de Restoration Boulevard. Dejamos atrás la bollería Krispy Kreme y la carnicería Piggly Wiggly, y pasamos junto al solitario depósito de agua del condado, que elevaba su glo¬ria hacia los cielos. Íbamos bastante apretados, pero a mí no me importaba. Ocupaba el asiento de en medio. Cada vez que cambiaba de marcha, Will me rozaba la rodilla con la mano.
—Ah, el cementerio —anunció cuando vimos apa¬recer por el costado una verja de hierro forjado—. ¿Qué os parece si guardamos un minuto de silencio por Fer¬nando?
El resplandor de un relámpago iluminó las sucesivas filas de lápidas, y comprobé lo espeluznantes y perturba¬dores que son los cementerios. Huesos. Piel putrefacta. Ataúdes, algunos de los cuales, a veces, salían a la super¬ficie.
Respiré aliviada cuando llegué a casa. Mientras Will llamaba a la pizzería y Yun Sun examinaba lo que el videoclub nos había deparado para la semana, fui encen-diendo las luces de todas las habitaciones.
—Algo agradable, ¿vale? —dije, desde el vestíbulo.
—Entonces nada de Night Stalker, ¿no? —respondió Yun Sun.
Me uní a ella en el estudio e inspeccioné la pila de pe¬lículas.
—¿Qué tal High School Musical? Es lo menos horripi¬lante que se me ocurre.
—Estás de broma —afirmó Will, colgando el telé¬fono—. Piensa en Sharpay y su hermano haciendo ese baile sexy con maracas. ¿No te parece eso horripilante?
Me reí.
—Pero adelante, chicas —dijo—. Elegid la que os venga en gana. Tengo que ir a hacer un recado.
—¿Te vas? —le preguntó Yun Sun.
—¿Y la pizza? —inquirí yo.
Abrió su cartera y dejó un billete de veinte dólares so¬bre la mesa.
—Estaré de vuelta en media hora. Lo prometo.
Yun Sun sacudió la cabeza.
—Te lo voy a volver a preguntar: ¿te vas? ¿Ni siquiera te quedas a cenar?
—Es que tengo que ir a hacer una cosa —repuso él.
Se me encogió el corazón. Deseaba que se quedase, aun¬que sólo fuera un poquito más. Corrí a la cocina y saqué del bolso el ramillete de Madame Z o, mejor dicho, el mío.
—Bueno, pues, al menos, espera a que haya pedido mi deseo —le dije.
Mi ocurrencia le hizo gracia.
—Está bien. Anda, pide el deseo.
Titubeé. El estudio era cálido y acogedor, la pizza ve¬nía de camino y me encontraba con los mejores amigos del mundo. ¿Qué otra cosa podría querer?
La parte avariciosa de mi cerebro protestó. El baile, desde luego. Yo quería que Will me pidiese que fuéra¬mos juntos. Tal vez fuese muy egoísta de mi parte te¬ner lo que tenía y querer más, pero decidí no pensarlo demasiado.
«Porque míralo», me dije. Los amables ojos castaños, la sonrisa torcida, los rizos angelicales, toda la dulzura y bondad que, en suma, lo caracterizaban.
Will simuló el ruido de un redoble de tambor. Levanté el ramillete.
—Quiero que cierto chico me invite a ir al baile con él —pronuncié.
—¡Acaban de oírlo, queridos amigos! —gritó Will. Es¬taba eufórico—. ¿Y quién no soñaría con acompañar a nuestra fabulosa Frankie al baile? Tendremos que esperar unos momentos para ver si su deseo...
—¿Frankie? —intervino Yun Sun, interrumpiendo a Will—. ¿Frankie, estás bien?
—Se ha movido —dije, lanzando el ramillete al suelo. Me invadió un sudor frío—. Os lo juro por Dios. Se mo¬vió en el momento en que pedí el deseo. ¡Y esta peste! ¿No la oléis?
—No —me respondió Yun Sun—. ¿Qué olor?
—Tú sí lo hueles, ¿no, Will?
Will sonreía, todavía de aquel extraño humor que había manifestado desde que... en realidad, desde que Madame Z le había aconsejado mantenerse alejado de las alturas. Restalló un trueno, y él me dio un empujón en el hombro.
—Ya, y ahora vas a decir que la tormenta es cosa del ma¬leficio de tu deseo, ¿no? —se mofó—. O, aún mejor, ma¬ñana, cuando te levantes, dirás que has encontrado una cria¬tura jorobada y maliciosa escondida en el edredón, ¡a que sí!
—Como a flores podridas —dije—. ¿De verdad que no lo oléis? ¿No me estaréis tomando el pelo?
Will extrajo las llaves del bolsillo de su pantalón.
—Nos vemos en el segundo acto, compañeras. Oye, Frankie.
—¿Qué?
Un nuevo trueno sacudió la casa.
—No pierdas la ilusión —afirmó—. Lo bueno se hace esperar.
Lo observé desde la ventana caminar hacia la furgo¬neta. Caían cortinas de agua. Luego, mientras una idea pe¬netraba en mi cabeza y apartaba todo lo demás, me volví y miré a Yun Sun.
—¿Has oído lo que acaba de decir? —le agarré las manos—. Dios mío, ¿crees que significa lo que creo que significa?
—¿Y qué otra cosa iba a significar? —repuso Yun Sun—. ¡Te va a pedir que vayas al baile con él! Es sólo que... No sé. ¡Está intentando que sea una gran sorpresa!
—¿Qué piensas que va a hacer?
—Ni idea. ¿Alquilar una valla publicitaria? ¿Enviarte una banda de música?
Chillé. Ella chilló. Nos pusimos a saltar como locas.
—Tenías razón. Lo del deseo ha sido una gran idea —dijo—. Era lo que faltaba para darle a Will el último empujón... ¿Y lo de las flores podridas? ¡Emocionante!
—Lo del olor era cierto, de verdad —insistí.
—Ya, claro.
—En serio.
Me miró con expresión burlona y meneó la cabeza.
—Pues, entonces, supongo que habrán sido imagina¬ciones tuyas —aventuró.
—Puede ser —convine.
Recogí el ramillete del suelo sujetándolo cautelosa¬mente con el dedo gordo y el índice. Lo llevé a la estan¬tería y lo coloqué detrás de una fila de libros. Deseaba apar¬tármelo de la vista.
La lluvia se estrellaba con fuerza contra el techo de la furgoneta de Will, ocupado con las serpenteantes curvas de Restoration Boulevard. Dejamos atrás la bollería Krispy Kreme y la carnicería Piggly Wiggly, y pasamos junto al solitario depósito de agua del condado, que elevaba su glo¬ria hacia los cielos. Íbamos bastante apretados, pero a mí no me importaba. Ocupaba el asiento de en medio. Cada vez que cambiaba de marcha, Will me rozaba la rodilla con la mano.
—Ah, el cementerio —anunció cuando vimos apa¬recer por el costado una verja de hierro forjado—. ¿Qué os parece si guardamos un minuto de silencio por Fer¬nando?
El resplandor de un relámpago iluminó las sucesivas filas de lápidas, y comprobé lo espeluznantes y perturba¬dores que son los cementerios. Huesos. Piel putrefacta. Ataúdes, algunos de los cuales, a veces, salían a la super¬ficie.
Respiré aliviada cuando llegué a casa. Mientras Will llamaba a la pizzería y Yun Sun examinaba lo que el videoclub nos había deparado para la semana, fui encen-diendo las luces de todas las habitaciones.
—Algo agradable, ¿vale? —dije, desde el vestíbulo.
—Entonces nada de Night Stalker, ¿no? —respondió Yun Sun.
Me uní a ella en el estudio e inspeccioné la pila de pe¬lículas.
—¿Qué tal High School Musical? Es lo menos horripi¬lante que se me ocurre.
—Estás de broma —afirmó Will, colgando el telé¬fono—. Piensa en Sharpay y su hermano haciendo ese baile sexy con maracas. ¿No te parece eso horripilante?
Me reí.
—Pero adelante, chicas —dijo—. Elegid la que os venga en gana. Tengo que ir a hacer un recado.
—¿Te vas? —le preguntó Yun Sun.
—¿Y la pizza? —inquirí yo.
Abrió su cartera y dejó un billete de veinte dólares so¬bre la mesa.
—Estaré de vuelta en media hora. Lo prometo.
Yun Sun sacudió la cabeza.
—Te lo voy a volver a preguntar: ¿te vas? ¿Ni siquiera te quedas a cenar?
—Es que tengo que ir a hacer una cosa —repuso él.
Se me encogió el corazón. Deseaba que se quedase, aun¬que sólo fuera un poquito más. Corrí a la cocina y saqué del bolso el ramillete de Madame Z o, mejor dicho, el mío.
—Bueno, pues, al menos, espera a que haya pedido mi deseo —le dije.
Mi ocurrencia le hizo gracia.
—Está bien. Anda, pide el deseo.
Titubeé. El estudio era cálido y acogedor, la pizza ve¬nía de camino y me encontraba con los mejores amigos del mundo. ¿Qué otra cosa podría querer?
La parte avariciosa de mi cerebro protestó. El baile, desde luego. Yo quería que Will me pidiese que fuéra¬mos juntos. Tal vez fuese muy egoísta de mi parte te¬ner lo que tenía y querer más, pero decidí no pensarlo demasiado.
«Porque míralo», me dije. Los amables ojos castaños, la sonrisa torcida, los rizos angelicales, toda la dulzura y bondad que, en suma, lo caracterizaban.
Will simuló el ruido de un redoble de tambor. Levanté el ramillete.
—Quiero que cierto chico me invite a ir al baile con él —pronuncié.
—¡Acaban de oírlo, queridos amigos! —gritó Will. Es¬taba eufórico—. ¿Y quién no soñaría con acompañar a nuestra fabulosa Frankie al baile? Tendremos que esperar unos momentos para ver si su deseo...
—¿Frankie? —intervino Yun Sun, interrumpiendo a Will—. ¿Frankie, estás bien?
—Se ha movido —dije, lanzando el ramillete al suelo. Me invadió un sudor frío—. Os lo juro por Dios. Se mo¬vió en el momento en que pedí el deseo. ¡Y esta peste! ¿No la oléis?
—No —me respondió Yun Sun—. ¿Qué olor?
—Tú sí lo hueles, ¿no, Will?
Will sonreía, todavía de aquel extraño humor que había manifestado desde que... en realidad, desde que Madame Z le había aconsejado mantenerse alejado de las alturas. Restalló un trueno, y él me dio un empujón en el hombro.
—Ya, y ahora vas a decir que la tormenta es cosa del ma¬leficio de tu deseo, ¿no? —se mofó—. O, aún mejor, ma¬ñana, cuando te levantes, dirás que has encontrado una cria¬tura jorobada y maliciosa escondida en el edredón, ¡a que sí!
—Como a flores podridas —dije—. ¿De verdad que no lo oléis? ¿No me estaréis tomando el pelo?
Will extrajo las llaves del bolsillo de su pantalón.
—Nos vemos en el segundo acto, compañeras. Oye, Frankie.
—¿Qué?
Un nuevo trueno sacudió la casa.
—No pierdas la ilusión —afirmó—. Lo bueno se hace esperar.
Lo observé desde la ventana caminar hacia la furgo¬neta. Caían cortinas de agua. Luego, mientras una idea pe¬netraba en mi cabeza y apartaba todo lo demás, me volví y miré a Yun Sun.
—¿Has oído lo que acaba de decir? —le agarré las manos—. Dios mío, ¿crees que significa lo que creo que significa?
—¿Y qué otra cosa iba a significar? —repuso Yun Sun—. ¡Te va a pedir que vayas al baile con él! Es sólo que... No sé. ¡Está intentando que sea una gran sorpresa!
—¿Qué piensas que va a hacer?
—Ni idea. ¿Alquilar una valla publicitaria? ¿Enviarte una banda de música?
Chillé. Ella chilló. Nos pusimos a saltar como locas.
—Tenías razón. Lo del deseo ha sido una gran idea —dijo—. Era lo que faltaba para darle a Will el último empujón... ¿Y lo de las flores podridas? ¡Emocionante!
—Lo del olor era cierto, de verdad —insistí.
—Ya, claro.
—En serio.
Me miró con expresión burlona y meneó la cabeza.
—Pues, entonces, supongo que habrán sido imagina¬ciones tuyas —aventuró.
—Puede ser —convine.
Recogí el ramillete del suelo sujetándolo cautelosa¬mente con el dedo gordo y el índice. Lo llevé a la estan¬tería y lo coloqué detrás de una fila de libros. Deseaba apar¬tármelo de la vista.