Mary
Esto es increíble. Es decir, que me encuentre aquí, en la callejuela del Swig, hablando con Adam Blum, el que se sienta detrás de mí en la clase de Historia de Estados Unidos de la señora Gregory. Por no mencionar a Teddy Hancock, el mejor amigo de Adam.
Y ex de Lila, dicho sea de paso.
El mismo que Lila ignora con tanto tesón.
He guardado la flecha con punta de fresno en el bolso. Ahora sé que ahí es donde va a quedarse. No habrá exterminio esta noche.
Aunque imagino que debería agradecer que, en lo que a mí respecta, nadie haya sido exterminado. De no ser por Adam... en fin, no estaría aquí en este momento, inten¬tando explicar algo que... en resumidas cuentas, es inexplicable.
—En serio, Mary —Adam me observa con una expresión sombría en sus ojos castaños. Tiene gracia que hasta ahora no me haya fijado en lo guapo que es. Desde luego, nada que ver con Sebastian Drake. Los cabellos de Adam son tan oscuros como los míos y tiene los ojos color almíbar y no azules como el mar.
Aun así, no está nada mal el chico, con esa espalda de nadador —ha conseguido colocar al Saint Eligius en las finales regionales de mariposa durante dos años seguidos— y sus ciento ochenta centímetros de altura (suficientes para que yo tenga que estirar el cuello si quiero verle la cara, habida cuenta de mis decepcionantes ciento cincuenta centímetros). Es algo más que un alumno del montón, y también bastante popular, si se tiene en cuenta a todas esas chicas recién llegadas que se marean cada vez que lo ven caminar por el pasillo (de lo cual, al parecer, él no se da cuenta).
Sin embargo, su modo de mirarme es todo menos distraído.
—¿De qué va todo esto? —inquiere, alzando una de sus oscuras y pobladas cejas con aire suspicaz—. Sé por qué Ted odia a Drake. Le ha robado a su chica. ¿Pero cuá¬les son tus motivos?
—Personales —respondo. Dios, esto es muy poco profesional. Cuando se entere, mamá va a matarme.
Si es que llega a enterarse.
Por otra parte... supongo que Adam me ha salvado la vida. Aunque no lo sepa. Drake me habría destripado —allí mismo, delante de todo el mundo— sin pensárselo dos veces.
A no ser que, antes, decidiese jugar conmigo. Lo cual, conociendo a su padre, es justamente lo que habría hecho.
Le debo una a Adam. Pues sí. Pero mejor que no lo sepa.
—¿Cómo has entrado? —me pregunta Adam—. No irás a decirme que pasaste por el detector de metales con esa cosa.
—Claro que no —contesto. En serio, los tíos, a veces, son idiotas—. Me colé por el tragaluz.
—¿Por el tejado?
—Sí, ése es el sitio en el que suelen encontrarse los tragaluces —le indico.
—Eres un inmaduro —le dice Lila a Ted, con voz suave y entrecortada, en claro contraste con el mensaje. Pero, claro, no puede evitarlo. Drake la ha sometido a sus encantos—. ¿Se puede saber qué esperabas conseguir?
—No hace ni un día que conoces a ese tío —Ted tiene las manos metidas en el fondo de los bolsillos. Parece un poco avergonzado... y desafiante al mismo tiempo—. O sea, yo también podría haberte traído al Swig, si eso era lo que querías. ¿Por qué no me lo dijiste? Ya sabes lo de mi tío Vinnie.
—No se trata de las discotecas a las que Sebastian puede llevarme —responde Lila—. Se trata... bueno, se trata de él. Él es... perfecto.
Tuve que hacer un esfuerzo para contener las arcadas.
—Nadie es perfecto, Li —dice Ted antes de que yo tenga oportunidad de abrir la boca.
—Sebastian sí lo es —persevera Lila mientras la luz de la solitaria bombilla que ilumina la puerta de emergencia de la discoteca le arranca destellos de los oscuros ojos—. Es tan guapo... e inteligente... y experimentado... y amable...
Basta. Ya he oído suficiente.
—Lila —le espeto—. Cállate. Ted tiene razón. No lo conoces de nada. Si lo conocieras, créeme que no dirías que es amable.
—Pero lo es —insiste Lila con expresión encandilada—. No sabes lo...
Un segundo después —no sé muy bien cómo ha ocu¬rrido— la sujeto por los hombros. La estoy sacudiendo. Ella es bastante más alta que yo y, en cuanto a peso, me supera en veinte kilos.
Pero eso da igual. En este momento, lo único que quiero es despertar en ella un mínimo de inteligencia.
—Te lo ha dicho, ¿verdad? —me oigo gritarle con voz ronca—. Te ha contado lo que es. Ay, Lila. Eres idiota. Eres una estúpida, una estúpida.
—¡Eh! —Adam trata de soltarme las manos de los desnudos hombros de Lila—. Vale, está bien. Vamos a cal¬marnos un poquito...
Pero Lila se zafa y nos contempla con expresión triunfal.
—Si —chilla, exultante, con un tono de voz que conozco muy bien—. Me lo ha contado. Y también me ha hablado de las personas como tú, Mary. Gente que no entiende, que es incapaz de entender que procede de una estirpe tan antigua y noble como la de un rey...
—Dios mío —me dan ganas de abofetearla. Si no lo hago es porque Adam, como si me hubiese leído el pensamiento, me está sujetando el brazo—. Lila, ¿lo sabías? ¿Y aun así vas con él?
—Por supuesto —responde Lila—. A diferencia de ti, Mary, yo he abierto la mente. No tengo los prejuicios que tú tienes con respecto a los de su género...
—¿Los de su género? ¿Los de su género? —de no ser por Adam, que me sujeta susurrándome «Oye, tranquila», me habría lanzado sobre ella y habría intentado meter un poco de sentido común en su insípida y anodina cabezota—. ¿Y se le ocurrió mencionar de qué modo sobreviven los de su género? ¿Habló de lo que comen o, más bien, de lo que beben para vivir?
Lila adopta una actitud desdeñosa.
—Sí —afirma—. Así es. Y me parece que estás exagerando. Sólo bebe la sangre que compra en un banco de sangre. No mata a nadie...
—¡Vamos, Lila! —no doy crédito a lo que oigo. O, bueno, teniendo en cuenta que es Lila la que habla, sí que se lo doy. Con todo, nunca la habría creído tan ingenua como para tragarse semejante cosa—. Eso es lo que dicen todos. Han estado yéndole con ese cuento a las jovencitas durante siglos. Es una sarta de menti¬ras.
—Para un momento —Adam me ha soltado el brazo. Por desgracia, ahora que tengo la libertad de hacerlo, ya no me apetece darle un sopapo a Lila. Estoy demasiado as¬queada—. ¿Qué pasa aquí? —exige Adam—. ¿Quién bebe sangre? Estáis hablando... ¿de Drake?
—Si, de Drake —respondo lacónicamente.
Adam me mira sin acabar de creérselo, mientras que, a su lado, su amigo Ted comienza a silbar.
—Tío —exclama Ted—. Ya sabía yo que había algo sucio en ese tipo.
—¡Dejadlo ya! —grita Lila—. ¡Todos vosotros! ¡Pres¬tad atención a lo que estáis diciendo! ¿Os hacéis una idea de lo intolerantes que sois? Si, Sebastian es un vampiro... ¡pero eso no implica que no tenga derecho a existir!
—Ya —contesto—. Teniendo en cuenta que es un ene¬migo de la humanidad viviente y que se ha estado alimentando de niñas inocentes como tú durante siglos, pues en¬térate de que no, no tiene derecho a existir.
—Espera un momento —Adam sigue sin salir de su asombro—. ¿Un vampiro? ¿De qué vais? Eso es imposible. Los vampiros no existen.
—¡Bah! —Lila se le acerca y patea el suelo—. ¡Tú eres aún peor que los demás!
—Lila —tercio, ignorando la intervención de Adam—, no puedes volver a encontrarte con él.
—No ha hecho nada malo —insiste Lila—. Ni siquiera me ha mordido... a pesar de que yo misma se lo pidiese. Dice que no puede, porque me ama demasiado.
—Dios mío —exclamo con repugnancia—. Ese es otro de sus cuentos, Lila. ¿Es que no te das cuenta? Todos dicen lo mismo. Y que sepas que no te ama. O, por lo menos, no te ama más de lo que una garrapata estima al perro del que se alimenta.
—Te quiero —interviene Ted con voz quebrada—. ¿Y tú vas y me plantas por un vampiro?
—No lo entendéis —Lila se echa el rubio cabello hacia atrás—. No es una garrapata, Mary. Sebastian me ama demasiado para morderme. Además, sé que puedo hacerlo cambiar. Porque desea estar conmigo para siempre, al igual que yo con él. Estoy convencida. Y a partir de mañana por la noche, estaremos juntos para siempre.
—¿Qué pasa mañana por la noche? —pregunta Adam.
—El baile —le respondo con voz monocorde.
—Eso es —dice Lila, retomando su cháchara—. Voy a ir con Sebastian. Y aunque todavía no lo sabe, él me morderá; sólo un mordisco, y me dará la vida eterna. Vamos, reconocedlo: ¿imagináis algo mejor? ¿No querríais vivir para siempre? Es decir, ¿si pudierais?
—No de ese modo —afirmo. Hay algo dentro de mí que se resiente. Por Lila, y también por todas aquellas que la han precedido. Y también por las que la seguirán, si no consigo remediarlo.
—¿Va a encontrarse contigo en el baile? —me obligo a preguntarle. Me cuesta hablar; todo lo que me pide el cuerpo es dejarle paso a las lágrimas.
—Si —dice Lila. Le asoma a la cara el mismo gesto ausente que tenía en la discoteca y también en el comedor—. No podrá resistírseme... No si me pongo mi nuevo vestido de Roberto Cavalli, con el cuello expuesto a la luz plateada de la luna llena...
—Creo que voy a devolver —anuncia Ted.
—Nada de eso —digo—. Vas a llevar a Lila a casa. Toma —hurgo en la mochila y saco un crucifijo y dos pequeños recipientes con agua bendita y se los doy—. Si apa-rece Drake, aunque no lo creo posible, defiéndete con esto. Luego ve a tu casa después de haber dejado a Lila en la suya.
Ted examina lo que acabo de ponerle en las manos.
—Espera. ¿Esto es todo? —pregunta—. ¿Vamos a permitir que la mate?
—No va a matarme —le corrige Lila con aire jovial—. Va a convertirme en uno de los de su raza.
—No vamos a hacer nada —decido—. Vosotros os vais a casa y me dejáis esto a mí. Lo tengo bajo control. Ocúpate de que Lila llegue sana y salva. No debe ocurrirle nada hasta la hora del baile. Los espíritus malignos no pueden entrar en una casa habitada sin que se les invite a hacerlo —le endoso a Lila una mirada inquisitiva—. No lo has invitado, ¿verdad?
—Qué más da —responde Lila, sacudiendo la cabeza—. Además, no creo que mi padre fuese a poner el grito en el cielo por encontrar a un chico en mi habita¬ción.
—Vale. A casa. Y tú también —le ordeno a Adam.
Ted toma del brazo a Lila y ambos comienzan a alejarse. Pero, para mi sorpresa, Adam se queda donde está con las manos metidas en los bolsillos.
—Bien —murmuro—. ¿Puedo hacer algo más por ti?
—Sí —responde Adam con tranquilidad—. Puedes empezar por el principio. Quiero saberlo todo. Porque si lo que dices es cierto, de no haber sido por mí, ahora mismo serías una mancha de sangre en la columna de la discoteca. Así que empieza a hablar.
Esto es increíble. Es decir, que me encuentre aquí, en la callejuela del Swig, hablando con Adam Blum, el que se sienta detrás de mí en la clase de Historia de Estados Unidos de la señora Gregory. Por no mencionar a Teddy Hancock, el mejor amigo de Adam.
Y ex de Lila, dicho sea de paso.
El mismo que Lila ignora con tanto tesón.
He guardado la flecha con punta de fresno en el bolso. Ahora sé que ahí es donde va a quedarse. No habrá exterminio esta noche.
Aunque imagino que debería agradecer que, en lo que a mí respecta, nadie haya sido exterminado. De no ser por Adam... en fin, no estaría aquí en este momento, inten¬tando explicar algo que... en resumidas cuentas, es inexplicable.
—En serio, Mary —Adam me observa con una expresión sombría en sus ojos castaños. Tiene gracia que hasta ahora no me haya fijado en lo guapo que es. Desde luego, nada que ver con Sebastian Drake. Los cabellos de Adam son tan oscuros como los míos y tiene los ojos color almíbar y no azules como el mar.
Aun así, no está nada mal el chico, con esa espalda de nadador —ha conseguido colocar al Saint Eligius en las finales regionales de mariposa durante dos años seguidos— y sus ciento ochenta centímetros de altura (suficientes para que yo tenga que estirar el cuello si quiero verle la cara, habida cuenta de mis decepcionantes ciento cincuenta centímetros). Es algo más que un alumno del montón, y también bastante popular, si se tiene en cuenta a todas esas chicas recién llegadas que se marean cada vez que lo ven caminar por el pasillo (de lo cual, al parecer, él no se da cuenta).
Sin embargo, su modo de mirarme es todo menos distraído.
—¿De qué va todo esto? —inquiere, alzando una de sus oscuras y pobladas cejas con aire suspicaz—. Sé por qué Ted odia a Drake. Le ha robado a su chica. ¿Pero cuá¬les son tus motivos?
—Personales —respondo. Dios, esto es muy poco profesional. Cuando se entere, mamá va a matarme.
Si es que llega a enterarse.
Por otra parte... supongo que Adam me ha salvado la vida. Aunque no lo sepa. Drake me habría destripado —allí mismo, delante de todo el mundo— sin pensárselo dos veces.
A no ser que, antes, decidiese jugar conmigo. Lo cual, conociendo a su padre, es justamente lo que habría hecho.
Le debo una a Adam. Pues sí. Pero mejor que no lo sepa.
—¿Cómo has entrado? —me pregunta Adam—. No irás a decirme que pasaste por el detector de metales con esa cosa.
—Claro que no —contesto. En serio, los tíos, a veces, son idiotas—. Me colé por el tragaluz.
—¿Por el tejado?
—Sí, ése es el sitio en el que suelen encontrarse los tragaluces —le indico.
—Eres un inmaduro —le dice Lila a Ted, con voz suave y entrecortada, en claro contraste con el mensaje. Pero, claro, no puede evitarlo. Drake la ha sometido a sus encantos—. ¿Se puede saber qué esperabas conseguir?
—No hace ni un día que conoces a ese tío —Ted tiene las manos metidas en el fondo de los bolsillos. Parece un poco avergonzado... y desafiante al mismo tiempo—. O sea, yo también podría haberte traído al Swig, si eso era lo que querías. ¿Por qué no me lo dijiste? Ya sabes lo de mi tío Vinnie.
—No se trata de las discotecas a las que Sebastian puede llevarme —responde Lila—. Se trata... bueno, se trata de él. Él es... perfecto.
Tuve que hacer un esfuerzo para contener las arcadas.
—Nadie es perfecto, Li —dice Ted antes de que yo tenga oportunidad de abrir la boca.
—Sebastian sí lo es —persevera Lila mientras la luz de la solitaria bombilla que ilumina la puerta de emergencia de la discoteca le arranca destellos de los oscuros ojos—. Es tan guapo... e inteligente... y experimentado... y amable...
Basta. Ya he oído suficiente.
—Lila —le espeto—. Cállate. Ted tiene razón. No lo conoces de nada. Si lo conocieras, créeme que no dirías que es amable.
—Pero lo es —insiste Lila con expresión encandilada—. No sabes lo...
Un segundo después —no sé muy bien cómo ha ocu¬rrido— la sujeto por los hombros. La estoy sacudiendo. Ella es bastante más alta que yo y, en cuanto a peso, me supera en veinte kilos.
Pero eso da igual. En este momento, lo único que quiero es despertar en ella un mínimo de inteligencia.
—Te lo ha dicho, ¿verdad? —me oigo gritarle con voz ronca—. Te ha contado lo que es. Ay, Lila. Eres idiota. Eres una estúpida, una estúpida.
—¡Eh! —Adam trata de soltarme las manos de los desnudos hombros de Lila—. Vale, está bien. Vamos a cal¬marnos un poquito...
Pero Lila se zafa y nos contempla con expresión triunfal.
—Si —chilla, exultante, con un tono de voz que conozco muy bien—. Me lo ha contado. Y también me ha hablado de las personas como tú, Mary. Gente que no entiende, que es incapaz de entender que procede de una estirpe tan antigua y noble como la de un rey...
—Dios mío —me dan ganas de abofetearla. Si no lo hago es porque Adam, como si me hubiese leído el pensamiento, me está sujetando el brazo—. Lila, ¿lo sabías? ¿Y aun así vas con él?
—Por supuesto —responde Lila—. A diferencia de ti, Mary, yo he abierto la mente. No tengo los prejuicios que tú tienes con respecto a los de su género...
—¿Los de su género? ¿Los de su género? —de no ser por Adam, que me sujeta susurrándome «Oye, tranquila», me habría lanzado sobre ella y habría intentado meter un poco de sentido común en su insípida y anodina cabezota—. ¿Y se le ocurrió mencionar de qué modo sobreviven los de su género? ¿Habló de lo que comen o, más bien, de lo que beben para vivir?
Lila adopta una actitud desdeñosa.
—Sí —afirma—. Así es. Y me parece que estás exagerando. Sólo bebe la sangre que compra en un banco de sangre. No mata a nadie...
—¡Vamos, Lila! —no doy crédito a lo que oigo. O, bueno, teniendo en cuenta que es Lila la que habla, sí que se lo doy. Con todo, nunca la habría creído tan ingenua como para tragarse semejante cosa—. Eso es lo que dicen todos. Han estado yéndole con ese cuento a las jovencitas durante siglos. Es una sarta de menti¬ras.
—Para un momento —Adam me ha soltado el brazo. Por desgracia, ahora que tengo la libertad de hacerlo, ya no me apetece darle un sopapo a Lila. Estoy demasiado as¬queada—. ¿Qué pasa aquí? —exige Adam—. ¿Quién bebe sangre? Estáis hablando... ¿de Drake?
—Si, de Drake —respondo lacónicamente.
Adam me mira sin acabar de creérselo, mientras que, a su lado, su amigo Ted comienza a silbar.
—Tío —exclama Ted—. Ya sabía yo que había algo sucio en ese tipo.
—¡Dejadlo ya! —grita Lila—. ¡Todos vosotros! ¡Pres¬tad atención a lo que estáis diciendo! ¿Os hacéis una idea de lo intolerantes que sois? Si, Sebastian es un vampiro... ¡pero eso no implica que no tenga derecho a existir!
—Ya —contesto—. Teniendo en cuenta que es un ene¬migo de la humanidad viviente y que se ha estado alimentando de niñas inocentes como tú durante siglos, pues en¬térate de que no, no tiene derecho a existir.
—Espera un momento —Adam sigue sin salir de su asombro—. ¿Un vampiro? ¿De qué vais? Eso es imposible. Los vampiros no existen.
—¡Bah! —Lila se le acerca y patea el suelo—. ¡Tú eres aún peor que los demás!
—Lila —tercio, ignorando la intervención de Adam—, no puedes volver a encontrarte con él.
—No ha hecho nada malo —insiste Lila—. Ni siquiera me ha mordido... a pesar de que yo misma se lo pidiese. Dice que no puede, porque me ama demasiado.
—Dios mío —exclamo con repugnancia—. Ese es otro de sus cuentos, Lila. ¿Es que no te das cuenta? Todos dicen lo mismo. Y que sepas que no te ama. O, por lo menos, no te ama más de lo que una garrapata estima al perro del que se alimenta.
—Te quiero —interviene Ted con voz quebrada—. ¿Y tú vas y me plantas por un vampiro?
—No lo entendéis —Lila se echa el rubio cabello hacia atrás—. No es una garrapata, Mary. Sebastian me ama demasiado para morderme. Además, sé que puedo hacerlo cambiar. Porque desea estar conmigo para siempre, al igual que yo con él. Estoy convencida. Y a partir de mañana por la noche, estaremos juntos para siempre.
—¿Qué pasa mañana por la noche? —pregunta Adam.
—El baile —le respondo con voz monocorde.
—Eso es —dice Lila, retomando su cháchara—. Voy a ir con Sebastian. Y aunque todavía no lo sabe, él me morderá; sólo un mordisco, y me dará la vida eterna. Vamos, reconocedlo: ¿imagináis algo mejor? ¿No querríais vivir para siempre? Es decir, ¿si pudierais?
—No de ese modo —afirmo. Hay algo dentro de mí que se resiente. Por Lila, y también por todas aquellas que la han precedido. Y también por las que la seguirán, si no consigo remediarlo.
—¿Va a encontrarse contigo en el baile? —me obligo a preguntarle. Me cuesta hablar; todo lo que me pide el cuerpo es dejarle paso a las lágrimas.
—Si —dice Lila. Le asoma a la cara el mismo gesto ausente que tenía en la discoteca y también en el comedor—. No podrá resistírseme... No si me pongo mi nuevo vestido de Roberto Cavalli, con el cuello expuesto a la luz plateada de la luna llena...
—Creo que voy a devolver —anuncia Ted.
—Nada de eso —digo—. Vas a llevar a Lila a casa. Toma —hurgo en la mochila y saco un crucifijo y dos pequeños recipientes con agua bendita y se los doy—. Si apa-rece Drake, aunque no lo creo posible, defiéndete con esto. Luego ve a tu casa después de haber dejado a Lila en la suya.
Ted examina lo que acabo de ponerle en las manos.
—Espera. ¿Esto es todo? —pregunta—. ¿Vamos a permitir que la mate?
—No va a matarme —le corrige Lila con aire jovial—. Va a convertirme en uno de los de su raza.
—No vamos a hacer nada —decido—. Vosotros os vais a casa y me dejáis esto a mí. Lo tengo bajo control. Ocúpate de que Lila llegue sana y salva. No debe ocurrirle nada hasta la hora del baile. Los espíritus malignos no pueden entrar en una casa habitada sin que se les invite a hacerlo —le endoso a Lila una mirada inquisitiva—. No lo has invitado, ¿verdad?
—Qué más da —responde Lila, sacudiendo la cabeza—. Además, no creo que mi padre fuese a poner el grito en el cielo por encontrar a un chico en mi habita¬ción.
—Vale. A casa. Y tú también —le ordeno a Adam.
Ted toma del brazo a Lila y ambos comienzan a alejarse. Pero, para mi sorpresa, Adam se queda donde está con las manos metidas en los bolsillos.
—Bien —murmuro—. ¿Puedo hacer algo más por ti?
—Sí —responde Adam con tranquilidad—. Puedes empezar por el principio. Quiero saberlo todo. Porque si lo que dices es cierto, de no haber sido por mí, ahora mismo serías una mancha de sangre en la columna de la discoteca. Así que empieza a hablar.