Noches de Baile en el Infierno. "La Hija de la Exterminadora" Meg Cabot. V Capitulo✿

Mary

El corazón me late al ritmo de la música. Noto el bajo en el pecho: pum, pum. A causa de la neblina producida por la nieve carbónica y los haces de luz intermi¬tente que caen desde el techo de la discoteca, es difícil distinguir algo en la estancia, plagada de cuerpos que se contorsionan.
Sin embargo, sé que él está aquí. Lo percibo.
Y luego lo veo, acercándoseme a través de la pista de baile. Trae dos vasos llenos de un líquido color sangre, uno en cada mano. Cuando llega junto a mí, me ofrece uno de los vasos y dice:
—No te preocupes. No es de garrafón. Me he cerciorado.
Prefiero no contestar. Bebo un sorbo del ponche y el líquido —a pesar de su dulzor excesivo— me alivia la sequedad de la garganta.
De todas maneras, sé que estoy cometiendo un error. Me refiero a haber accedido a que Adam esté aquí.
Sin embargo... hay algo en él. No sé qué es. Algo que lo diferencia del resto de los cachas tontuelos que pueblan el instituto. Tal vez tenga que ver con el modo en que me salvó en la discoteca, cuando me habían vencido las circunstancias, cuando le disparó a Sebastian Drake —retoño del mismísimo diablo— con una pistola de agua cargada con salsa de tomate.
O tal vez esté relacionado con lo sensible que fue con respecto a lo de mi padre, con el hecho de que no haya bromeado diciendo que se parece a Doc, el de Regreso al futuro, y que, lo que es más, lo haya tratado de usted. O con cómo sostenía la fotografía de mi madre y cómo reaccionó cuando le conté lo ocurrido con ella.
O a lo mejor todo se reduce al aspecto con que se presentó esta noche, a las ocho menos cuarto, increíblemente guapo con su esmoquin —y hasta con un rami¬llete de rosas rojas para regalarme—, a pesar de que ha¬cía menos de veinticuatro horas ni siquiera supiera que iba a asistir al baile (menos mal que vendían entradas en la puerta).
En fin. Papá estaba extasiado y, por una vez, actuó como un padre normal: sacó un sinnúmero de fotos —«Para que las vea tu madre cuando esté mejor», decía sin cesar— e in¬tentó que Adam le aceptase varios billetes de veinte dólares mientras le susurraba: «Después de la fiesta, quiero que la trates como a una reina».
Lo cual, con franqueza, me hizo comprender que prefiero los momentos en que papá no sale del labora¬torio.
Y aun así. Sabía que era una equivocación no mandar a Adam a paseo. Este no es un trabajo para aficionados. Es... es...
... hermoso. O sea, me refiero a la sala de baile. Cuando entré del brazo de Adam casi me quedé sin aire. (Insistió en ese detalle. Para parecer una «pareja normal» en el caso de que Drake estuviese mirando.) Este año, el comité del baile de fin de curso del instituto Saint Eligius se ha supe¬rado a sí mismo.
Lo de que hayan conseguido un salón enorme en el Waldorf Astoria es un auténtico hito, pero lo verdadera¬mente milagroso es que lo hayan convertido en un román¬tico y reluciente país de las maravillas.
Sólo espero que todas esas escarapelas y serpentinas sean ignífugas. Lamentaría que se quemaran con las lla¬mas que prenderán cuando, una vez haya apuñalado a Drake en el pecho, su cadáver se incendie.
—Y bien —dice Adam mientras nos mantenemos al borde de la pista de baile, bebiendo ponche en medio de un silencio que, la verdad, se estaba volviendo un poco in¬cómodo—. ¿Qué es lo que vas a hacer? No veo la ballesta por ningún lado.
—Me llega con una estaca —le respondo, dejándole ver una pierna a través de la abertura del vestido. En ella llevo una pieza de fresno tallada a mano, que he guar-dado en la vieja funda de pistola de mamá—. Sencillo y eficaz.
—Ah —exclama Adam, tras ahogarse un poco en su ponche—, vale.
Me doy cuenta de que sigue mirándome el muslo. Sin perder un instante, vuelvo a colocarme la falda en su sitio.
Y se me ocurre —por vez primera— que es posible que Adam esté en esto por razones distintas a la de querer contribuir a que la novia de su mejor amigo se libere del encantamiento con que la retiene un demonio succionador de sangre.
Sin embargo... ¿cómo va a ser eso posible? Es decir, se trata nada menos que de Adam Blum. Y yo soy la chica nueva. Le caigo bien, eso sí, pero no le gusto. No puede ser. Es probable que sólo me resten diez minutos de vida. A no ser que algo cambie lo que a buen seguro está por ocurrir.
Azorada, me ocupo en observar las parejas que dan vueltas frente a nosotros. La señora Gregory, de Historia de Estados Unidos, es una de las carabinas. Se pasea por la estancia con la intención de que las chicas no se rocen demasiado con sus parejas. A lo mejor hasta intenta que no salga la luna.
—Creo que sería mejor que te dedicaras a distraer a Lila —digo, con la esperanza de que no note que las mejillas se me han puesto tan encarnadas como el vestido— mien¬tras yo esté con la estaca. No quiero que se le ocurra salvarlo y se entrometa.
—Para eso he traído a Ted hasta aquí —responde Adam, señalándome a Teddy Hancock con un gesto de ca¬beza. Está sentado junto a una mesa cercana y contem¬pla la pista de baile con expresión de aburrimiento. Como nosotros, está esperando a Lila (y a su acompañante).
—Da igual —afirmo—. No quiero que estés a mi lado cuando... Ya sabes.
—Me ha quedado claro después de que lo hayas dicho nueve millones de veces —murmura Adam—. Sé que pue¬des cuidar de ti misma, Mary. Me lo has asegurado por activa y por pasiva.
No puedo evitar responderle con una mueca. Es evi¬dente que no se lo está pasando demasiado bien.
Bueno, ¿y qué? ¡Si está aquí no es porque yo se lo haya pedido! ¡Se ha invitado a sí mismo! Además, ¡no hemos ve¬nido a bailar! ¡Nada de eso! Lo sabe desde el primer momento. Es él quien quiere cambiar las normas, no yo. O sea, ¿quién engaña a quién? Yo no puedo tener novio. Tengo un legado que perpetuar. Soy la hija de la exterminadora. Debo...
—¿Te apetece bailar? —me pregunta Adam.
—Oh —exclamo, un tanto estupefacta—. Me encan¬taría. Pero, en realidad, tendría que...
—Genial —dice interrumpiéndome, y, tras tomarme del brazo, me conduce hacia la pista de baile.
Estoy tan abrumada que no soy capaz de hacer nada para detenerlo, la verdad. Bueno, cuando empiezan a pa¬sárseme los efectos de la sorpresa inicial, descubro que no me apetece detenerlo. Pasmada, me doy cuenta de que... en fin, de que me gusta lo que siento estando en brazos de Adam. Me siento bien. Me siento a salvo. Me siento có¬moda. Me siento... vamos, casi como si, por variar, fuese una chica corriente.
No la chica nueva. No la hija de la exterminadora. Sólo... yo. Mary.
Es una sensación a la que podría acostumbrarme.
—Mary —dice Adam. Es mucho más alto que yo y su respiración agita los mechones que se me han soltado del moño. Pero no me importa, porque el aroma que exhala es agradable.
Lo miro, como si estuviera en un sueño. Es increíble que nunca me haya fijado en lo guapo que es. Bueno, ayer por la noche empecé a darme cuenta. Es decir, tomé nota por primera vez, pero hasta ahora no lo había valorado en su justa medida, porque ¿qué pinta un chico como él con alguien como yo? Ni en un millón de años se me habría ocurrido pensar que acabaría yendo a la fiesta de fin de curso con Adam Blum...
Y sí, cierto, me lo pidió sólo porque siente pena por mí por lo de que mi madre sea un vampiro y todo eso. Pero aun así.
—¿Mmm? —digo, sonriéndole.
—Eh... —por algún motivo, Adam parece un poco incómodo—. Pues me estaba preguntando... ya sabes, cuando todo esto termine, y tú hayas acabado con Drake, y Lila y Ted vuelvan a estar juntos... querrías, esto...
Dios. ¿Qué está pasando? ¿No estará pidiéndome lo que creo que está pidiéndome? O sea, ¿salir conmigo? ¿Sin que haya objetos afilados y punzantes de por medio, como ahora?
No. Esto no está sucediendo. Es un sueño o algo pa¬recido. Dentro de un minuto, me voy a despertar y todo habrá desaparecido. Porque ¿cómo iba a ser posible algo así? Mejor no respirar, para que no se esfume el hechizo que nos envuelve a ambos...
—¿Qué, Adam? —le pregunto.
—A ver —ya no es capaz de mirarme a los ojos—. Si querrías, no sé, que fuésemos por ahí a dar una vuelta...
—Discúlpame —conozco demasiado bien esa voz grave que interrumpe a Adam—. ¿Te importa si bailo un poco con ella?
Cierro los ojos, frustrada. Como mi vida siga así, ja¬más lograré que un chico quiera salir conmigo. Nunca, jamás de los jamases. Voy a ser una rarita —hija de raritos— el resto de mi vida. ¿Por qué alguien como Adam Blum querría salir conmigo, vamos? ¿Con la niña de un vampiro y un científico pirado? Las cosas como son. Es imposible.
Y ya me he hartado. Hasta aquí podíamos llegar.
—Oye, mira —digo, volviéndome hacia Sebastian Drake, cuyos ojos se agrandan como consecuencia de la rabia que lee en mi expresión—. ¿Pero cómo te atreves a...?
Me quedo sin habla. De repente veo esos ojos...
... esos hipnotizadores ojos azules, que me llaman de pronto para sumergirme en ellos y que su calor me meza con olas dulces y suaves.
No se parece en nada a Adam Blum, no hay duda. Pero el modo que tiene de mirarme me da a entender que lo sabe, que lo lamenta, que va a hacer todo lo posible para caerme bien... e incluso más allá...
Al recuperar el sentido me veo en brazos de Sebas¬tian Drake, que me está llevando, con delicadeza infinita, hacia una cristalera tras la que se insinúan la noche y un jardín bañado por la luz titilante de los farolillos y la luna...
El lugar perfecto al que llegar de la mano del rubio des¬cendiente de un conde transilvano.
—Me alegra mucho que al fin hayamos tenido opor¬tunidad de conocernos —me dice Sebastian con una voz que parece acariciarme como el borde de una pluma. Todo y todos quedan atrás: las demás parejas, Adam, una estu¬pefacta Lila, que nos dedica una mirada celosa, Ted, que le dedica una mirada celosa a Lila, e incluso las escarape¬las y las serpentinas... Las cosas se funden como si todo lo que existiese en el mundo se redujera a mí, a este jardín en el que me encuentro y a Sebastian Drake.
Me aparta de la frente los mechones sueltos con un gesto fluido.
Desde un rincón oscuro y profundo de mi mente una voz me dice que debería temerlo... hasta odiarlo. Pero no recuerdo el porqué. ¿Cómo odiar a alguien tan guapo, dulce y sensible? Quiere hacer que me sienta mejor. Quiere ayu¬darme.
—¿Lo ves? —dice Sebastian Drake mientras me le¬vanta una de las manos y se la lleva tiernamente a los la¬bios—. No soy tan terrible, ¿a que no? En realidad, soy como tú. El hijo, reconozcámoslo, de una persona for¬midable, alguien que pretende encontrar su lugar en el mundo. Tenemos nuestros problemas, tú y yo, ¿verdad? Tu madre te envía saludos, por cierto.
—¿Mi... mi madre? —tengo la cabeza sumida en nie¬bla, la misma que campa por el jardín. Porque, a pesar de que puedo recordar el rostro de mi madre, he olvidado que Sebastian Drake la conozca.
—Sí —comenta Sebastian, que me recorre con los la¬bios la piel del brazo hasta llegar al codo. Siento que ese contacto es como fuego líquido—. Te echa de menos, como te imaginarás. No entiende por qué no estás con ella. Ahora es muy feliz... Ya no padece el dolor de la enfermedad... o la indignidad de la vejez... o la congoja de una existen¬cia solitaria —sus labios me tocan el hombro. Me falta el aire, pero me siento bien—. Vive en medio de la belleza y el amor... tal y como podrías vivir tú, Mary, si quisieras —me acaricia el cuello con la boca. Su aliento, tan cálido, ha provocado que la espina dorsal se me quede sin fuer¬zas. Pero no pasa nada, porque me sostiene por la cintura con un brazo firme, y es que el cuerpo, como si hubiera cobrado voluntad propia, se me arquea y le ofrece una pers¬pectiva despejada del desnudo cuello—. Mary —susurra con la boca pegada a mi piel.
Me siento inundada por tal calma, por tal serenidad —algo que no he sentido desde hace años, desde que mi madre se marchó—, que los párpados se me cierran...
De pronto, noto que algo frío y húmedo me golpea el cuello.
—¿Qué...? —exclamo, abriendo los ojos y tanteán¬dome la zona del impacto... Al examinarme los dedos veo que están húmedos.
—Lo siento —anuncia Adam, que está a unos pocos metros con los brazos extendidos, encañonándome con su Beretta de nueve milímetros—. He fallado.
Un segundo después, una espesa nube de humo acre y abrasador me golpea el rostro y me deja sin aire. Tosiendo, trastabillo para apartarme del hombre que, hace tan sólo unos momentos, me había estado sosteniendo con tanta ternura, pero que ahora se está agarrando el pecho, en lla¬mas.
—¿Cómo...? —inquiere Sebastian Drake entre jadeos, manoteando para apagar el fuego que le sale del pecho—. ¿Qué es esto?
—Pues un poquitín de agua bendita, tío —le responde Adam mientras continúa disparándole—. No creo que te moleste. A no ser, claro, que seas un no muerto. Lo cual, por desgracia para ti, es lo que empiezo a pensar que eres.
Tardo un momento en recuperar el juicio y busco la estaca bajo la falda.
—Sebastian Drake —siseo al tiempo que el vampiro se arrodilla frente a mí, aullando de dolor y también de ira—. Esto es por mi madre.
Y, con todas mis fuerzas, le clavo la estaca de fresno ta¬llada a mano en donde debió de haber tenido un corazón.
Si es que alguna vez lo tuvo.



—Ted —dice Lila con voz melosa, sentada en un banco de plástico con la cabeza de su novio en el regazo.
—¿Sí? —pregunta Ted, adorándola con la mirada.
—No —le corrige Lila—. Me refiero a que eso es lo que voy a poner en el tatuaje, la próxima vez que vaya a Cancún. En la base de la espalda. La palabra «Ted». De modo que, desde ese momento en adelante, todo el mundo sepa que te pertenezco.
—Ah, cariño —dice Ted, antes de darle un beso en la boca.
—Dios mío —exclamo, apartando la mirada.
—Te entiendo —Adam acaba de lanzar una bola de seis kilos en la pista de la bolera, iluminada como si de una discoteca se tratara—. Casi la prefiero cuando estaba bajo el hechizo de Drake. Aunque supongo que es mejor que las aguas hayan vuelto a su cauce. Ted es bastante más ino¬fensivo que Sebastian. Por cierto, acabo de hacer un pleno, por si no te habías dado cuenta —se sienta en el banco, a mi lado, y, a la luz de una lámpara que tengo sobre la ca¬beza, examina la hoja en que llevamos cuenta de las pun¬tuaciones—. ¿Qué te parece? Voy ganando.
—No te hagas el chulo —le digo. Sin embargo, tiene bastante de lo que presumir. Y no sólo por ir ganando, la verdad—. Déjame preguntarte algo —le pido, cuando al fin se acomoda y se afloja la pajarita. Adam está irresisti¬ble aun bajo la extraña iluminación del Bowlmor Lanes, la bolera a la que nos hemos retirado tras la fiesta, a sólo unos nueve dólares en taxi desde el Waldorf—. ¿Dónde conseguiste el agua bendita?
—Le diste una buena cantidad a Ted —dice Adam, mirándome con expresión de sorpresa—. ¿No te acuerdas?
—¿Pero cómo se te ocurrió cargar la pistola con esa agua? —insisto. Los acontecimientos de la noche todavía me dan vueltas en la cabeza. Jugar a los bolos a estas ho¬ras está muy bien, claro. Pero no hay nada que pueda com¬pararse con borrar del mapa a un vampiro de doscientos años de edad en el baile de fin de curso.
Lástima que quedase reducido a cenizas en el jardín, en donde sólo nos encontrábamos Adam y yo. De otro modo, nos habrían elegido rey y reina del baile en lugar de a Lila y Ted, quienes todavía llevan puestas las coro¬nas... de medio lado, eso sí, después de tanto besuqueo.
—No sé, Mare —dice Adam, que apunta sus tan¬tos—. Me pareció una buena idea y ya está.
Mare. Nadie me ha llamado Mare hasta ahora.
—¿Y cómo te diste cuenta? —le pregunto—. ¿Es de¬cir, de que Drake me había... bueno, eso? O sea, ¿cómo pudiste estar seguro de que yo no estaba fingiendo? ¿No se te ocurrió que podría estar dándole una falsa sensa¬ción de seguridad?
—¿Contando con que estaba a punto de morderte en el cuello? —Adam alza una ceja—. ¿Y también con que tú no estabas haciendo nada para remediarlo? Pues sí, lo cierto es que era bastante evidente lo que estaba ocu¬rriendo.
—Yo ya me había librado del hechizo —le aseguro, con una confianza que no me queda más remedio que si¬mular—. En cuanto sentí sus dientes.
—No —persevera Adam, sonriéndome, iluminado tan sólo por la luz de la mesa de puntuaciones. El resto de la bolera está en penumbra, a excepción de las bolas y bolos, de los que emana una fluorescencia sobrecogedora—. No te habías librado. Admítelo, Mary. Fue necesario que yo acudiera.
Está muy cerca de mí, mucho más de lo que lo estuvo Sebastian Drake.
Sin embargo, en lugar de tener ganas de sumergirme en sus ojos, me derrito bajo su mirada. El corazón me late con fuerza.
—Sí —digo, incapaz de dejar de mirarle los labios—. Supongo que tienes razón.
—Somos un buen equipo —dice Adam. Advierto que tampoco él deja de mirarme los labios—, ¿no te parece? Sobre todo, cuando tengamos que hacerle frente al apoca¬lipsis por venir, cuando el papá de Drake se entere de lo que hemos hecho esta noche.
La idea me corta la respiración.
—Es verdad —grito—. ¡Ah, Adam! No sólo va a ve¬nir a por mí. ¡También querrá vérselas contigo!
—Ya, bueno —dice Adam, recorriéndome con los ojos—. Pero a mí me gusta mucho tu vestido. Y va a juego con los zapatos para bolos.
—Adam —rezongo—. ¡Esto es muy serio! Drácula puede dejarse caer por Manhattan en cualquier momento, ¡y nosotros perdiendo el tiempo en la bolera! ¡Tendríamos que empezar a prepararnos ya! Es necesario que ideemos una estrategia de contraataque. Hace falta...
—Mary —me interrumpe Adam—, Drácula puede esperar.
—Pero...
—Mary —insiste—. Cállate.
Y yo me callo. Porque estoy demasiado ocupada be¬sándolo como para pensar en cualquier otra cosa.
Además, tiene razón. Drácula puede esperar.

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